"Al fallecer su madre, le dijeron que se había quedado huérfana. Le pareció excesivo. Asociaba esa palabra a niños o adolescentes, a la precocidad en la desgracia, a orfanatos. Pero ella había cumplido los treinta cuando la enterraron. Era una adulta y su madre llevaba mucho tiempo enferma: la muerte se presentó como una liberación. Sin embargo, ante el ictus de su padre sintió miedo. De repente experimentó esa orfandad que antes había estimado impropia de su edad. Cuando los hijos empiezan a ser padres de sus padres, ¿comienzan a estar definitivamente solos? La razón le decía que no, pero en el corazón llevaba un desgarro anticipado".
Cuando conozco a Adriana su padre ha sufrido recientemente un ictus. Adriana viaja todos los fines de semana para verlo y pasar tiempo con él. Pienso que no ha de vivir demasiado lejos para poder visitarlo todas las semanas. Descubro después que es Madrid-Valencia el itinerario que emprende todos los viernes y el inverso el que repite los domingos. Pienso también que no ha de tener familia propia o al menos hijos pequeños. De ser así, conciliar ambas familias y ausentarse todos los fines de semana le resultaría harto complicado. Efectivamente, pronto sabré que Adriana es una mujer soltera y sin hijos. Su última relación coincidió en el tiempo con la enfermedad de su madre.
La muerte de su madre supuso para Adriana el "descubrimiento de la propia finitud". Poco después murió su abuela, la mujer bajo cuyo cuidado estuvo los primeros años de su infancia en la casa del pueblo en Extremadura. Ahora es el ictus de su padre el que la amenaza con nuevos tambores fúnebres.
Adriana está muy pendiente de la salud de su padre. Se enfada cuando descubre que ha fumado. Le insiste en que ha de salir a caminar. Se ha "convertido en una máquina expendedora de "Te lo digo por tu bien". Su madre se encarnaba en ella; la censora y la manipuladora la invadían, como en una película de posesiones diabólicas. Pero ¿qué sabía nadie sobre lo que era bueno para los demás?" A Adriana le invade la culpa una y otra vez por actuar de fiscal de su padre.
Ciertamente, su madre era la sargento de la casa. El carácter de su padre era más fácil de llevar. Todo era más sencillo con él. Así, el padre de Adriana muestra despreocupación ante ese aviso que le ha dado la muerte. Parece importarle más los impedimentos que las secuelas del ictus supongan para sus posibilidades de ligue que esas secuelas en sí. Y es que desde la muerte de su mujer al hombre le ha dado por buscar pareja en Meetic. ¿Será que a ese hombre despreocupado en realidad le preocupa la soledad en la vejez? ¿Será también por miedo a la soledad que tantos hombres y mujeres buscan pareja por internet? ¿O será por una especie de inercia, por repetir lo que hacen los demás, al igual que Adriana termina por recurrir a Tinder?
"[...] todo el mundo se había puesto a ligar por internet. [...] Unos tenían padecimientos románticos y otros frívolos, y todo le resultaba intercambiable: unas personas por otras y las angustias frívolas por las románticas, como si en el fondo lo que estuviera en juego fuese algo a lo que ella no sabía nombrar, una suerte de TOC amoroso que mantenía abierta cualquier posibilidad a costa de jamás materializar nada, salvo lo malogrado".
En la época de la abuela de Adriana las parejas sí se materializaban. Unas se bienlograban y otras, claro está, se malograban. Si la abuela de Adriana viviese diría algo así como que "a partir de cierta edad todo lo que sucede es puro milagro. Muy pronto está cumplida tu sentencia. Antes de los cuarenta. Tal vez a los treinta. Para mí a los veinte. Afirmo que esto fue mejor porque me ha impedido desear. Frustrarme. He tenido siempre todo lo que quería porque lo que quería coincidía con lo que tocaba". "Nunca quise nada distinto a esto. Así fue como me educaron: lo que hay es lo que hay. Lo que hay es siempre peor si se piensa que puede haber otra cosa. Yo no comparaba. Los jóvenes de hoy no entienden esto. Mis hijos no entendieron esto. Si algo se desea, entonces no ocurre".
Lo deseamos todo. Y a veces pienso que por querer tanto nos quedamos sin nada. Algún equilibrio ha de existir entre conformarse con lo que toca y aspirar a lo que no se puede tener. Pero es mi voz la que habla ahora. Sigamos con las de Adriana.
Lo de Tinder, al fin y al cabo, es algo anecdótico. Lo que sí es cierto es que Adriana cotillea las redes sociales con frecuencia. Mantiene un perfil bajo. No publica. No comparte. Se limita a leer lo que escriben los demás. "Abría Twitter, Facebook e Instagram para seguir enganchada a los enredos de los demás. "Oír chismes para enterarme de mi propia vida", leyó en un tuit. Ella quería huir y al mismo tiempo encontrar respuestas". Ha abandonado el diario que escribía desde niña. "La hipótesis de que había sustituido la escritura íntima por la contemplación de las redes quizás era excesiva, por más que a ella le pareciera encontrar ahí réplicas a su pensamiento; sin embargo, reconocía que la mayor parte de las veces el espacio reflexivo, o neurótico, que el diario procuraba era borrado en internet por una suerte de expectativa difusa, opiácea. No creía que el cambio producido por lo virtual no se compensara con otra cosa; quizá solo reemplazaba una compulsión anterior. Y, fuera como fuese, ese era ahora su mundo y no estaba dispuesta a renunciar a él. Quería seguir escuchando las voces, o tal vez solo perdiendo el tiempo, escapándose del tiempo. Todo -opinión, información, acontecimientos históricos- desaparecía al cabo de unos segundos, de unas horas, a veces de unos días. La realidad se deshacía y con ella su aureola de solidez, que siempre fue un invento humano con el que distraer el devenir, la levedad extrema. Aunque a lo mejor era al revés y el acontecer ocultaba una eternidad aburrida donde los seres permanecían estancados e inmutables, sin sentir ni padecer, como predicaban algunas religiones".
Sí, Adriana escucha voces. Las voces de las redes. La voz de su madre, de la que le gustaría escribir pero de la que no escribe porque solo es capaz de escribir historias inventadas a partir de historias que escucha. Y es que, como ella misma confiesa, "l a verosimilitud nunca me había importado. [...]. ¿Acaso no sabemos que todo es una ficción? ¿Por qué empeñarse en que no lo parezca?" Escucha también las voces de su padre y de una de sus nuevas amigas que le regalan esa impronta de ligereza que ella ha perdido. Y es que "la ligereza era necesaria para la vida. ¿Para qué había querido dejarse morir?"
Es probable que si pensara al inicio de esta novela que Adriana no tenía familia propia haya sido más por la casi ausencia de referencias a una vida propia que por una mayor facilidad de dejar esa vida propia para ocuparse del padre enfermo. Tardo en saber a qué se dedica Adriana. Asimismo sus amigos son borrosos, sin identidad propia. Comenta que queda poco con ellos. Es más, prefiere pasar tiempo con su padre que con estos, y no por preocupación, amor u obligación filial. En uno u otros encuentros Adriana es una oreja. No se cuenta. No se da. "No solo no te comunicas; tampoco haces ningún esfuerzo para relacionarte con los demás". "Eres una cobarde", le espeta la psicóloga a la que acude durante la enfermedad de su madre. Y cuando Adriana le da a leer las conversaciones que la terapeuta le pone como ejercicio comenzar y llevar en un registro esta le pregunta: "¿Dónde está aquí algo que te comprometa? ¿Por qué te niegas a hablar de ti misma?"
Lo que le pasa a Adriana es que "todo era demasiado contradictorio desde la muerte de su madre. Por primera vez comprobaba la extrema fugacidad de los vínculos, de la vida. Lo que durante años pesaba demasiado de repente se desvanecía, se convertía en nada". "¿Por qué sin ella todo se había detenido y sin embargo el tiempo corría brutalmente hacia delante? La muerte de un ser querido, además de funcionar como aviso, ¿producía algún efecto imperceptible, algo que en su cuerpo hubiera empezado a morir?"
Adriana recuerda cómo su abuela, afectada ya por la demencia, dejó de reconocerla; a ella, su nieta favorita. Aun así, la abuela sabía que era alguien de la familia y "eso le bastaba", pues significaba que era "intercambiable por cualquiera de sus semillas. A Adriana le parecía ver una verdad ahí: que antes que individuos, somos lugares donde confluye todo lo que nos precede".
Es en esa confluencia donde habita Adriana. Escuchando voces de las cuales probablemente haya más habitando el mundo de los muertos que el de los vivos. Sabedora de que es ya la única semilla viva de una planta inerte. Muteando una voz -la suya-que está hecha de otras pero que ha de dejar salir para que sea única, propia y no muera.
Recuerda de nuevo a su abuela, que siempre llevaba encima, en el bolsillo de la bata, la fotografía de sus hermanos fusilados en la guerra. "Nunca los encontraron, y aquella imagen pegada en cartón duro durmió junto a ella durante más de setenta años, como si sus hermanos estuvieran sepultados en su cuerpo. ¿Hasta dónde nos acompañan los muertos?" (¿Hasta dónde acompañan los muertos a Adriana?) La recuerda lamentándose de una casa -la del pueblo- cada vez más vacía.
""¿Quién se lo iba a figurar?", repetía. Parecía que el futuro con el que había soñado hubiera sido sustituido por un presente inimaginable no por su excepcionalidad, sino por su normalidad, por su previsibilidad. Aquella pregunta expresaba su estupor ante la desaparición de la vida que había sido la suya, de los seres que la poblaban y de los que dependía, y lo sorprendente es que no conllevara en realidad nada. Se seguía viviendo sin ellos".
Si a Adriana la conozco a raíz del ictus sufrido por su padre, a Elvira Navarro la conocí hace dos años y medio con su libro de cuentos La isla de los conejos. Ya entonces me dejó muy buen sabor de boca y me pareció una escritora a tener en cuenta. Con esta breve novela de reciente publicación la escritora onubense confirma mis impresiones. Las voces de Adriana está dividida en tres partes muy diferenciadas que son El padre, la más breve La casa y Las voces. No sigue el típico desarrollo de introducción, nudo y desenlace, sino que tras la progresión de la primera parte emprende una regresión temporal para culminar en una fusión de tiempos y voces. Podría decirse que la novela no va a ninguna parte sin por ello indicar que se estanque o que casi todos los temas e hilos que de su raíz nacen no ramifiquen con verdor. Podría decirse porque es Adriana, tan ligada en este momento a su pasado, la que no está yendo -quizás se está negando a ir- a ninguna parte.
"Cuando su abuela ingresó en la residencia, la casa se puso en venta. En algunos momentos, Adriana creyó que no soportaría su pérdida. Llegó a sentir que se había construido una vida de mentirijilla con la que encubría lo que ella era realmente: una extensión de la casa y de la memoria familiar. Se preguntó, al igual que su madre a lo largo de los años, si había valido la pena no instalarse en ella, llevar una vida que podría confundirse con la de sus abuelos, con el rumor de sus pasos y sus respiraciones, y que tendría algo de locura, pues ella carecía de un presente allí, solo conservaba un pasado del que todavía no se había desligado, que aún la dirigía, aunque de una manera ya tenue, mediada por su propia voluntad. Porque, conforme más recreaba aquel hogar de su infancia, más consciente era de poder prescindir de él. El cordón umbilical se estaba rompiendo o tal vez no hubiese sido jamás un hilo, sino una costumbre. Cuando llegaba a esta conclusión reculaba, se reprendía. Si renunciaba a sus vínculos, ¿no se condenaba a una existencia gris, no perdía algo irremplazable, o quizás este pensamiento no era sino una resistencia feroz a que no existe nada irremplazable porque en verdad unos hogares reemplazan a otros, y unas personas a otras, y eso es el ciclo de la vida, al que ella se negaba? ¿Por qué no le reconfortaba el que nada tuviera, al fin, tanta importancia?"
Editorial: Literatura Random House
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