Revista Cultura y Ocio

Las voces de Chernóbil, voces de desesperanza

Publicado el 01 diciembre 2015 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

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Por Allen Panchana Macay

(Publicado originalmente en el sitio web de Ecuavisa, Quito, el 17 de noviembre de 2015)

La vida se te acaba. Y no lo comprendes. No hay entendimiento que sirva. No puedes alimentarte de tus cultivos. Tampoco beber la leche de tus vacas. Ni siquiera sentarte en el césped de tu jardín. Peor tocar las flores. O besar al ser que amas. Tienes que dejarlo todo. La casa recién inaugurada. Los vecinos y amigos. Tu pueblo, tu existencia. Está prohibido irse con las mascotas. A todos los animales hay que abandonarlos. No hay palabras para explicar la tragedia. Todo está contaminado.

Aquel 26 de abril de 1986, a la 01:23, explosiones en cadena destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, cerca de la frontera bielorrusa. El peor desastre nuclear de la historia.

Se han escrito millones de historias sobre el tema. Pero encontrar un cúmulo de ellas en el libro Voces de Chernóbil sacude. Y sacude profundamente. La autora es Svetlana Alexievich, escritora y ensayista bielorrusa, Nobel de Literatura 2015.

La obra, de 406 páginas, está dividida en tres partes: La tierra de los muertos, La corona de la creación y La admiración de la tristeza. Es un hondo relato testimonial, periodístico. Asistimos a una polifonía de testimonios demoledores, a manera de monólogos. El de la esposa del bombero, por ejemplo: “Todo parecía iluminado. El cielo entero. Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín era porque ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaba, igual que sobre resina. Sofocaban las llamas, y mientras, él reptaba. Subía al reactor. Tiraban el grafito ardiendo con los pies. Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les avisó; los llamaron a un incendio normal”. No lo era. Engañados, como todos.

Liudmila estaba embarazada. Y su marido, el bombero, el amor de toda su vida, moría extrañamente. “Le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!… Todo esto tan querido… Tan mío… Tan…  No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo”.

Aquí no hay ficción. No es necesaria. La realidad golpea demasiado, al punto de odiar la propaganda soviética (la URSS se abolió en 1991, se mantuvo casi 70 años). Hacían creer héroes a quienes se exponían a la radiación. Y mientras más cerca trabajaras del reactor, más ganabas. Y más vodka. Allí estuvieron los famosos liquidadores, encargados de limpiar el desastre, entregando su existencia.

Saber que vas a morir, inevitable y prontamente. Que no podrás tener hijos. Que eres un paria, todos te huyen y te llaman luciérnaga. Los niños no pueden jugar. Se acabó la infancia, se acabó la alegría. Como la esposa de un liquidador que termine su relato con una certeza: “No se puede sufrir así, tan sin sentido. (Llora.) Sin palabras hermosas conocidas. Ni siquiera la medalla que le dieron. Allí está, en casa. Nos la dejó a nosotros. Pero hay una única cosa que sé, y es que ya nunca más seré feliz”.

Y la muerte como sombra permanente: “Yo ya sabía que tenía cáncer (…) Me resultaba terriblemente odiosa la idea de que me iba a morir. Y, de pronto, me empecé a fijar en cada hoja, en los colores brillantes de las flores, en la claridad del cielo, en el asfalto, de un gris cegador, veo las grietas que tiene y, entre ellas, cómo corren las hormigas (…). Del olor del bosque me daba vueltas la cabeza. Percibía el olor con más fuerza que los colores. Los vaporosos abedules. Los pesados abetos. ¿Y todo esto lo dejaré de ver? ¡Siquiera un segundo, un minuto más, vivir algo más! ¿Para qué me he pasado tanto tiempo, horas enteras, días, delante del televisor, entre montones de periódicos? Lo principal es la vida y la muerte”.

Cerca de cumplirse 30 años de la tragedia el dolor se mantiene. Y el peligro también. Deben pasar 24 mil años para poblar nuevamente esa parte del planeta. El reactor sigue allí, vivo. Están montando un nuevo sarcófago. Ya no existe la URSS. Ahora es Ucrania. Pero allí, a tan solo pocas horas de Kiev, la vida se acabó. “Chernóbil. Es la peor guerra de todas las guerras. El hombre no tiene salvación en parte alguna. Ni en la tierra, ni en el agua, ni en el cielo”.


Archivado en: Crónica, Reseña Tagged: Chernóbil, Svetlana Alexiévich
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