Svetlana Alexievich
Por Christian J. Kanahuaty. Escritor
(Publicado originalmente en revista Cartón Piedra del diario El Telégrafo, Quito, el 19 de octubre de 2015)
La Academia Sueca dijo: “Por sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y coraje en nuestro tiempo”. Por estas razones se le otorga el Nobel de Literatura 2015 a Svetlana Alexiévich. Ella, desconocida casi por todo el mundo hasta ese momento, pasa a la historia gracias a una obra que es también la lucha de toda una vida en procura del rescate de la memoria de un pueblo que ha sido parte fundamental de la historia de la humanidad. Que el neoliberalismo, la cortina de hierro, el fracaso del socialismo real, la Guerra de los Balcanes y la instauración de la democracia en países que en otros tiempos fueron regímenes totalitarios, no podría entenderse sin la experiencia política que significó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), y claro está, un hito dentro de esa historia es el desastre nuclear de Chernóbil.
Cuando hoy los documentales empiezan a censurar los crímenes contra la naturaleza y explotan de nuevo los efectos del cambio climático, un factor que a veces se deja de lado es el que tiene relación con la energía renovable. Se sabe que la energía extraída de los fósiles está a punto de agotarse y que en cierta medida muchas de las incursiones bélicas en territorio de Oriente Medio tienen como motivación el control de las reservas de petróleo más grandes del mundo. Pero al mismo tiempo, se desechan las posibilidades de pensar en energías alternativas. Una de ellas, la que causó mayor impacto en los medios de comunicación, es la energía nuclear, que proviene de la fusión atómica. Se han señalado los peligros de este tipo de tecnologías. Se puso de manifiesto el desastre inminente que puede causar a la naturaleza y a toda forma de vida la construcción de más plantas nucleares. Y de hecho, países como Alemania y Japón iniciaron programas de desmantelamiento paulatino de sus plantas nucleares por todos los daños medio ambientales que producen como efecto colateral a la generación de energía ilimitada. Sin embargo, las plantas nucleares no solo fueron construidas para generar energía, sino que en un principio alimentaron los sueños de una guerra interminable en un mundo bipolar.
Se decía que el mundo era bipolar porque dos potencias lo controlaban, por un lado Estados Unidos y por el otro la URSS, la guerra armamentista tuvo su punto central en lo nuclear. El “dedo que apretará el botón” era la metáfora con la cual se nos decía que el mundo podría explotar si tan solo un hombre pulsaba un mando en alguna planta nuclear y con ello desencadenaba un holocausto capaz de extinguir la vida. Y dentro de este esquema del mal, se construyó Chernóbil. La mayor planta nuclear de Occidente. Pero no fue una guerra lo que la destruyó, sino una fuga en uno de los reactores el 26 de abril de 1986. Esa fuga desencadenó en distintas explosiones y en lo que hoy, por las fotografías, se conoce como una zona desértica donde la vida ha mutado y se ha contaminado con radioactividad. Pero en esos días de abril de 1986, no se sabía con certeza qué había pasado. O mejor dicho, los que sabían la verdad no la querían decir; el fracaso de Chernóbil, era sobre todo, el fracaso del socialismo y la excusa perfecta para que Estados Unidos se convirtiera en el poder hegemónico en el mundo a partir de la segunda mitad de los ochenta.
Esto, nos sirve para entender qué pasó en esa latitud cuando todo ardió y el fuego se expandió y los hombres que trabajaban en la planta nuclear murieron instantáneamente y aquellos bomberos y vecinos que fueron en su ayuda sufrieron en principio quemaduras de segundo y tercer grado (que son las que llegan hasta el hueso). Pero resultó que estas quemaduras no eran nada comparado con lo que los médicos descubrieron que portaban. Los doctores dedujeron, y luego se basaron en análisis de muestras de tejido y de sangre de los primeros fallecidos, que los anticuerpos (aquellos que hacen que el cuerpo humano sea inmune a ciertas bacterias y virus) no solo desaparecieron por completo de aquellos cuerpos, sino que mutaron convirtiendo a las células en organismos que se aniquilaban entre sí (los diversos tipos de cáncer provienen de estas mutaciones) en tiempo récord, y que los glóbulos rojos, blancos y plaquetas en su afán de defenderse mutaban hacia unas formas nunca antes vistas que derivaron en que los cuerpos presentaran rápidamente deformaciones, perdieran los sentidos y terminaran por arrojar sus intestinos por la boca.
Todos estos testimonios, durante buena parte de los ochenta y la década de los noventa estuvieron clasificados. Era información confidencial que no era fácil ni de obtener ni de imaginar. Por esos años, las redes de comunicación y la información disponible no estaban sujetas a la aceleración e inmediatez del siglo XXI.
Lo único que se podía hacer —si se deseaba hacer algo— era ir en busca de esas historias. No dejar que se perdieran y reconstruir el momento, a pesar de que, probablemente, todo lo que se conociera no podría salir a la luz: ya sea por las decisiones políticas de los periódicos y sus directivos o por las restricciones impuestas desde el mismo gobierno o porque los editores, editoriales y publicistas tampoco quisieran arriesgarse a publicar ese tipo de información porque sabían que las represalias serían inminentes y catastróficas.
Los superlativos sí tienen sentido aquí. En aquel momento sí fusilaban públicamente a los disidentes políticos. La política no era un juego, sino algo que se tomaba en serio.
Así, Svetlana Alexiévich se encargó de realizar entrevistas, de ir de pueblo en pueblo, de hospital en hospital buscando a los sobrevivientes que fueron evacuados de Chernóbil ese abril de 1986. Los relatos y los testimonios que logra reproducir en su libro Voces de Chernóbil son quizá lo más cerca que estaremos jamás del horror, con pasajes en los que el amor se une con la muerte de una forma que ni al cerrar los ojos podríamos imaginar:
Quería dar a luz un hijo fruto del amor. Esperábamos nuestro primer hijo. Mi marido quería un niño, y yo una niña. Los médicos me habían intentado convencer “Debe decidirse a abortar. Su marido ha estado durante largo tiempo en Chernóbil”. Es conductor y los primeros días lo llamaron para que fuera allí. Para transportar arena y hormigón. Pero yo no hice caso a nadie. No quise creer a nadie. Había leído en los libros que el amor podía vencerlo todo. Incluso la muerte… la criatura nació muerta. Y sin dos dedos. Una niña. Y yo lloraba: “si al menos tuviera los dos dedos. No ven que es una niña” (Svetlana Alexiévich, Voces de Chernóbil).
Svetlana Alexiévich, Voces de Chernóbil
Pero este trabajo realizado por Alexiévich no fue el primero que hizo. Ya antes había escrito una conmovedora reconstrucción de acontecimientos bélicos que titularía: La guerra no tiene rostro de mujer, que es también un alegato sobre la figura y la posición de la mujer que, a pesar de participar en la guerra, termina siendo invisibilizada. La guerra siempre se ha entendido como un acontecimiento que solo convoca a hombres, y no se nombra la participación de las mujeres en ella; quizá porque se borran los registros que existen sobre ellas o quizá también porque esto demostraría no solo el horror sino las dimensiones de la guerra y su profundidad en la sociedad. Recuérdese de nuevo que esta experiencia está anclada a inicios de la década de los ochenta. Lo que significa que Svetlana Alexiévich realizó la mayor parte de las más de 300 entrevistas de las cuales se nutre el libro hacia finales de los setenta. Y esto quiere decir que las figuras preponderantes en política eran en su mayoría hombres, y dejaban reducida la participación de las mujeres a un ámbito meramente doméstico o en el mejor de los casos, relacionado con la salud y la educación; pero su relación con la guerra o con las altas decisiones políticas estaba negada. Es por estas razones que es tan importante lo que Alexiévich hizo. Ella logró proponer otra historia y a otros actores en los acontecimientos. Disputó, en sí, el sentido y los argumentos de la verdad y de la historia oficial.
El libro concluido a inicios de los ochenta, tuvo que esperar 5 años para ser publicado y además de ello le costó no solamente la censura sino el exilio del territorio hasta entonces todavía soviético. Lo que Alexiévich hizo fue demostrar que la participación de las mujeres fue importante porque ellas se encargaban de la alimentación, de la limpieza de los uniformes y en muchas más ocasiones de las deseadas, las mujeres eran usadas sexualmente para satisfacer los deseos de los soldados que querían pasar tiempo lejos del frente de batalla. También mostró que las mayores víctimas de la guerra eran las mujeres, violadas por el ejército que las encontraba en los poblados donde había ingresado; y que las niñas eran torturadas, violadas y en muchos casos mutiladas para que no pudieran hablar. Pero estos datos, quizá por el espanto que producen, solo refuerzan la contradicción existente en ese momento. Mujeres volaban puentes, disparaban rifles, cargaban las municiones y se encargaban de heridos, pero no tenían ni voz ni voto dentro de las filas militares. Eso, junto a los crímenes cometidos, demuestra no solo la violencia innegable de la guerra, sino también la posición y las jerarquías de género que funcionaban al interior de los regimientos en cada una de las incursiones.
Alexiévich es también autora de un libro llamado Jóvenes de cinc, que gira sobre la violación de los derechos humanos en Afganistán. Para ello, entrevistó a veteranos de guerra, médicos, civiles y familiares de las víctimas. El libro reconstruye incursiones planificadas desde centros de operaciones lejanos y hace hablar a los que estuvieron ahí escuchando el sonido de las bombas al caer o viendo cómo los cuerpos explotaban al recibir los disparos de las ametralladoras o al estar cerca del lugar donde segundos antes había caído una granada.
Ella ha manifestado en muchas oportunidades que las naciones y estados que surgieron tras la disolución de la URSS comparten algo más que una lengua, son en sus palabras “vecinos de la memoria”, y es esta memoria la que le hace decir en una de las entrevistas posteriores a la noticia de la entrega del Nobel de Literatura 2015: “Ahora vivimos en distintos estados, hablamos en distintas lenguas, pero somos inconfundibles, nos reconocen en seguida. Todos somos hijos del socialismo”. Y esto es importante de resaltar básicamente por el espíritu de precariedad, de persecución y de miedo constante que tuvieron los hijos de la URSS en todo momento. Lo que Alexiévich cuenta en sus libros lo hemos podido notar en títulos como 1984 de George Orwel o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, pero la potencia que posee la prosa de Alexiévich no se halla en su voz, sino en la recuperación de aquellas voces que solo ciertos escritores lograron imaginar. Ella recuperó las voces de quienes nadie quiso escuchar ni buscar y que se hubieran perdido para la historia de la humanidad de no ser por su trabajo y su búsqueda tenaz por la verdad, por el esclarecimiento de los hechos y por el sentido que debe existir en todos nosotros para buscar la justicia y restablecer la memoria.
Crónica
La relación entre periodismo y literatura es potente cuando se habla de Alexiévich. En los días que siguieron al anuncio de que el Nobel de Literatura le fue entregado a una periodista cultora del género narrativo, los medios de comunicación se dedicaron a hablar de la crónica y del buen momento que vive en distintas partes del mundo. En su nota ‘Svetlana Alexiévich, la escritora de las vidas ordinarias’, Patricio Pron, de El País, de España, dice: “En la obra de Svetlana Alexiévich el periodismo y la literatura confluyen de una manera no muy diferente a la que caracteriza a buena parte de lo más relevante del periodismo contemporáneo”. En ‘Svetlana Alexiévich, una periodista, gana el Premio Nobel de Literatura 2015’, publicado en otro diario español, El Mundo, Tatyana Zenkovich enfatiza en que Alexiévich es “conocida por su crónica del desastre de Chernóbil”.
La crónica es, por su naturaleza narrativa, el género periodístico más cercano a la literatura. Y con el tiempo, se ha vuelto el más popular. Sin embargo, también corre un riesgo, uno que señala el periodista argentino Martín Caparrós en su breve texto En contra de los cronistas. Caparrós no ajusticia al género, como parecería por el título de su escrito, sino que cuestiona la labor del cronista que usa cualquier historia para hablar sobre sí mismo. El “yo” al cuál hace referencia Caparrós es un “yo” autor que vive una experiencia y la transmite. Y en eso hay un peligro: que al final la historia termine siendo una anécdota autorreferencial en la que el autor está más preocupado en su propia experiencia que en los hechos, los datos y los contextos. Son casos que se convierten en la autonarración de su historia, la expresión de su particular modo de ver las cosas, una forma que termina reduciendo los acontecimientos a una suma de anécdotas que, despolitizadas, se olvidan y pierden la notoriedad que necesitan y la capacidad de generar reflexión y empatía.
Para Caparrós, el peligro de la crónica, o de los cronistas, es la sobreabundancia del “yo”: el autor como referente y como interlocutor y como receptor de toda experiencia. Ahí es cuando la crónica pierde, cuando el exceso de exitismo por la crónica, como género, en lugar de ganar adeptos, cosecha enemigos.
El trabajo de Alexiévich escapa de esta fórmula, y borra su “yo” para posibilitar la aparición y la presencia de otras voces, de otras imágenes y de otras historias. Ella misma deja paso a las voces de los demás porque le parece —no solo por un acto de justicia, sino por cuestiones de fidelidad y compromiso con lo ocurrido—, que sean las voces de los afectados las que organicen el libro y la información que nos da sobre Chernóbil y los días siguientes a la catástrofe que presenta.
Los libros de Alexiévich están plagados de memorias, diálogos y monólogos que son construidos con leves ejercicios de transcripción, porque ella entiende que las voces de las personas deben ser respetadas y que no debe mediar ningún tipo de traducción entre la oralidad y lo escrito, sino que lo escrito debe generar una correspondencia con lo oral. Su acción es potente porque no depende de la capacidad que ella pueda poseer para encarar la narración desde una primera persona del singular o desde la distancia de la tercera persona, sino que hace un movimiento mucho más radical: hace que la primera persona se desplace de lugar. Hace que sean ellos, víctimas, familiares, los que cuenten la historia y que sean ellos los que vayan marcando el tiempo y el ritmo y generando las imágenes de cada uno de sus libros. Este gesto oxigena al género, porque intensifica la experiencia del lector y porque politiza aún más lo ocurrido y hace del discurso periodístico (y sobre todo, de la crónica) un arma capaz de incidir y transformar la realidad.
Es llamativo que las luces se enciendan hoy, cuando ya en 1971 Elena Poniatowska publicó La noche de Tlatelolco, libro que recoge testimonios de historia oral que indagan en la matanza de estudiantes en México en 1968, poco antes del inicio de las Olimpiadas, durante el gobierno de Gustavo Días Ordaz. Casi dos décadas después, en 1988, Poniatowska publicó Nada, nadie, las voces del temblor; una crónica del terremoto que vivió México el 19 de septiembre de 1985. Ambos libros, escritos al calor de los acontecimientos y largamente completados y organizados, son crónicas en las que también la voz de Poniatowska desaparece, dejando vivas y latentes las voces múltiples de todas aquellas personas que fueron partícipes directa o indirectamente de esos acontecimientos. Su labor periodística, altamente influenciada por el trabajo desarrollado junto a Oscar Lewis (autor de, entre otros libros, Los hijos de Sánchez y La vida) y luego, mano a mano, con Carlos Monsiváis— hace de Poniatowska una de las intelectuales más importantes de México. Al igual que Alexiévich, propone un modo de acercarse a la realidad en la que sean los propios sobrevivientes de las catástrofes los que hagan fluir el relato.
Es interesante pensar en estas conexiones y estos registros en dos mujeres que han luchado tanto por los derechos civiles y políticos como por la memoria de los pueblos y de las distintas identidades nacionales, así como por la recuperación del valor de la mujer dentro de la vida pública. Tanto Poniatowska como Alexiévich nos dejan tareas pendientes para el futuro. No solo sobre la crónica o el periodismo narrativo, sino sobre la agenda de los derechos humanos en momentos en que distintos países del mundo atraviesan crisis y transiciones políticas y en que el rol de la verdad y la voz de las personas no solo debe ser respetado, sino conocido y reproducido para desmontar el aparato monopólico de la información que selectivamente dictamina qué debe ser escuchado y qué no.
En otras palabras, las obras de la premio Nobel y de la escritora que hace unos años fue galardonada con el Premio Cervantes son obras políticas en territorios donde justamente se está despolitizando el discurso de los medios de comunicación y donde los reportajes empiezan a acartonarse volviendo invisible la información, la libertad de expresión y la búsqueda de la verdad.
El trabajo de Svetlana Alexiévich nos propone pensar en otro mundo. No en la posibilidad de otro mundo que es propuesta desde las teorías que hablan del desarrollo alternativo o las alternativas al desarrollo donde se halla inscrita la tendencia economicista que aboga por el “decrecimiento”; sino que pensar en otro mundo implica reconocer la vigencia de esos distintos mundos, como el del socialismo real que ha sido gestado y luego aniquilado mientras la historia contemporánea de otras naciones se estaba desarrollando al mismo tiempo.
Es por ello que la autora de Voces de Chernóbil reconoce: “El mundo ha cambiado completamente y no estábamos verdaderamente preparados”. Esta afirmación la lanzó Alexiévich mientras terminaba uno de sus últimos trabajos, que trata del final del hombre soviético, y que intenta indagar por qué fracasó aquel proyecto político, cultural y económico, y qué es lo que queda de ese ‘nuevo hombre’ tan profusamente difundido por la propaganda política del estalinismo.
Solo cuando se pueda mirar en retrospectiva y evaluar sin miedo la historia —piensa Alexiévich— nos podremos poner a pensar en las dimensiones y en la profundidad del cambio del mundo en estos últimos 30 años.
Y al final nos propone una lectura del cambio social y político ya no desde la especulación teórica ni desde la frialdad de la narrativa historiográfica, sino desde la profundidad misma del alma humana. Es una lectura y una escritora que no deben pasar desapercibidas por más tiempo, y aunque sea oportunista subirse a la cresta de la ola causada por la entrega del Premio Nobel de Literatura, es el mejor momento para pensar al menos dos cosas: la primera, el rol del periodismo narrativo en la actualidad y su relación con las confrontaciones civiles y militares; y la segunda, cuánto de política conscientemente queremos o deseamos que ingrese a nuestros textos y, por ende, en qué medida nos podremos hacer responsables de nuestras palabras y de la recuperación de la palabra de los demás. Aquello implica una pregunta final: ¿Estamos dispuestos a despojarnos de nuestro ‘yo’ en procura ya no de contar una buena historia, sino de rescatar la memoria y hacer prevalecer la verdad?
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