Las luces rojas se han encendido en la Zarzuela y no con ocasión de la navidad. La monarquía sabe que no tiene el aprobado de la ciudadanía y se ha lanzado a una cruzada desesperada para intentar recuperar prestigio y credibilidad. Estamos asistiendo a una campaña mediática sin precedentes, tan manipulada como burda, que pretende salvar al rey y al príncipe del escándalo Urdangarín. La prensa, siempre cortesana con la corona, quiere lavar la imagen de Juan Carlos y Felipe, dejándoles al margen de los turbios negocios del ex jugador de balonmano. Su escudo protector consiste en argumentar que el rey ínvitó a Urdangarín a abandonar España cuando supo que Noos era una tapadera de prácticas tan rentables como amorales. Muy mal deben andar las cosas en palacio cuando no se les ocurre una estrategia mejor. La propuesta del rey lejos de exculparle le hace aún más cómplice en este trama porque conociendo los tejemanejes de su yerno en lugar de denunciarle le premia con un destino dorado en Estados Unidos y un sueldo millonario, mientras su fortuna permanece intacta en paraísos fiscales o fundaciones amañadas. Queda claro que a Juan Carlos y al príncipe no les importaba desde un punto de vista ético que el marido de la infante Cristina hubiera montado todo un emporio, sobre la base de una cadena de presuntos delitos; el único problema para la monarquía era que la verdad saliera a la luz. Ha llegado la hora de conocer las cuenta de la casa real en su conjunto, incluidas las de Juan Carlos, su esposa y sus hijas. Los cargos públicos, sin ninguna excepción, deben hacer público su patrimonio y el rey no puede quedar excluido de esta obligación. A por la III República. Urdangarín no es peor que su suegro o su cuñado. En todo caso, sólo más estúpido.