Nunca me han gustado los libros de guerra, tampoco cuando en los libros de historia se contaban las estrategias llevadas a cabo para atacar un país, someterlo, esclavizarlo, porque el país no es la tierra; eso es lo de menos. La guerra trata de planificar hasta el último detalle para matar a personas. Por eso, las películas de guerra son las que primero he descartado siempre.
En fin, parece que no soy la única porque Úrsula K. Le Guin ha contado partes de las luchas llevadas a cabo por etruscos, troyanos, rutulianos, latinos... para fundar territorios que, más tarde se convertirían en la capital del mundo. Luchas derivadas de una guerra anterior, la de Troya, a la que sobrevivió el troyano Eneas, quien huyendo de su ciudad natal llegó hasta Latinum y luchó contra Turno, rey de los rútulos, que pretendía unir su poder al de Latino casándose con su hija Lavinia.
Pero Lavinia es más que una novela bélica, es el punto de vista de una mujer sobre los sucesos que ocurrieron en su primera juventud como esposa y en su madurez como viuda y madre, y, sobre todo, es la voz que se les ha negado a todas las mujeres en general, y a Lavinia en particular, a la hora de tomar decisiones importantes.
Lavinia aparece hasta once veces en La Eneida y, curiosamente, no habla nunca. Pero Le Guin le pone arreglo pues en esta novela revitaliza el pasado para que reflexionemos sobre la condición femenina a través de la historia.
Probablemente, desde la mentalidad actual, costaría trabajo creer que el comportamiento de Lavinia y el de quienes la rodeaban, con todo el poder que ostentaban, fuese real. Hoy pensamos que una mujer del siglo VIII a.C. no sería más que un objeto, más o menos valioso, pero siempre prescindible. Por eso la autora soluciona el problema desde la mitología, y con Lavinia reclama el turno femenino para que determinados hechos sean contados por mujeres que le dan voz -en este caso de forma literal- a otras mujeres de la historia.
Además de convertir a esta reina en representante de las mujeres, la novela es doblemente original:
Por un lado, Lavinia, personaje ficticio, cuenta en primera persona su autobiografía, hija del rey Latino y de Amata, princesa de los rutulianos, vive feliz con sus dos hermanos pequeños hasta que mueren a causa de unas fiebres "Mi padre [...] no me culpó a mí por no haber muerto [...] Amata [...] Para él solo tenía desprecio; para mí, rabia".
Por otro, Lavinia sale de La Eneida y habla con su autor una vez muerto, cuando comprende que ella tiene mucho que decir, aclarar decisiones que tomó Virgilio en su obra y ella no entendió y contar aspectos de la vida que ella protagonizó, "Pero él no lo escribió. Él menospreció mi vida en su poema".
Lavinia y Virgilio hablan a lo largo de años y él la tranquiliza. No se casará sino con Eneas, cuando llegue la hora. Y serán felices durante tres años como reyes de Lavinium, hasta que todo acabe. El poeta no quiere revelarle exactamente el final, para que ella lo descubra. Pero mientras tanto el lector es consciente de la mano femenina de la escritura. Ni Eneas ni Latino son los héroes mitológicos al uso; están dotados de una sensibilidad especial, uno es capaz de llorar ante las preocupaciones de Lavinia que, como mujer, y una vez que ha encontrado el amor de su pareja y el de su hijo, teme los enfrentamientos y apuesta por resolver los conflictos mediante la conciliación. Latino se debate en un enfrentamiento cultural y opta, más que por obedecer al oráculo, por hacer feliz a su hija. De alguna manera sacrifica su imagen por el bienestar de Lavinia.
La protagonista consigue una conexión total con el lector, es una niña-mujer que expone sus temores ante lo desconocido, su angustia por lo vivido y la aceptación que debe por su condición hasta que se atreve a elevar la voz para ser oída, y habla con Turno, con Eneas, con Latino y hasta con Virgilio, a quien le reprocha haber alojado a los bebés muertos en la segunda esfera del inframundo en vez de situarlos en la cuarta, en los Campos Elíseos, donde van las almas buenas:
Lógicamente no se le permitió, La Eneida quedó escrita, afortunadamente, para que otros genios, a lo largo del tiempo, basasen en ella sus obras. No cabe duda que la lectura de este poema épico alentó a Dante a escribir su Divina Comedia y a elegir a Virgilio para que lo acompañase por el infierno y el purgatorio, pues ya había estado en esos lugares
Úrsula K. Le Guin es consciente de que Virgilio es maestro de los maestros. Por eso la autora no duda en atribuirle el descubrimiento de la fama, algo que luego Jorge Manrique estableció en las Coplas a la muerte de mi padre: "Me han concedido algo que se les concede a muy pocos poetas. Puede ser porque no he terminado mi poema. Así que aún puedo vivir en él. Incluso mientras me muero, puedo vivir en él".
Y si Le Guin es capaz de vislumbrar a los verdaderos poetas, también su protagonista distingue a los verdaderos héroes, mientras Turno es impulsivo, fallaba "en la contención con un objetivo", Eneas es reflexivo, "podía titubear, confundido, pensando en el desenlace, desgarrado entre posibilidades y exigencias conflictivas".
Lavinia relata la guerra que vive entre rutulianos y latinos (ayudados por troyanos) mientras, apoyándose de prolepsis, cuenta algunas conversaciones y experiencias con su marido Eneas y su hijo Silvio, usando analepsis, Eneas le relata aspectos de la Guerra de Troya, y basándose en sus propios sueños presagia la fundación de Roma, "La ciudad de tu escudo, la gran ciudad".
No abundan escenas violentas, la trama avanza entre reflexiones con Virgilio, con el héroe y narraciones sobre costumbres cotidianas que algunas sorprenden por lo similares a las actuales: en la boda de Lavinia y Eneas "la gente se unió a la comitiva por todo el camino [...] nos arrojaban frutos secos y hacían bromas subidas de tono [...] A mí se me hacía extraño caminar dentro del velo de fuego...". La vida de la Antigua Roma no queda en nuestra retina como un conflicto permanente, no es tan limitada, es un encuentro constante con la reflexión y la palabra. Por eso intuimos en la novela un halo poético, mágico, que nos rodea y facilita el paso del hombre por el mundo.
Le Guin maneja el lenguaje de forma excepcional; es una unión de tiempo y palabra al mismo tiempo que supone una herramienta esencial con la que insufla vida a sus personajes y, a través de ellos, nos transmite su amor por la vida, su denuncia a la injusticia, su admiración por la amistad y su pasión por el amor.