Siempre me han gustado los lazos. Cuando era pequeña, le hacía unos lazos preciosos a mi hermana que se iba como una señorita con su lazada perfecta en lo alto del trasero. Adornaba los regalos con cintas de papel tan singulares como las personas a las que iban dirigidos. Llevaba el delantal atado con más gracia en todos los bailes de magos. Y así con cualquier cosa susceptible de ser adornada con dicho nudo. También me gustan los lazos de yema, en eso salí a mi abuelo Chano que se privaba cuando mi abuela los ponía de postre. Los de hojaldre me desconsuelan y me parecen aceptables los de miel que se han puesto de moda de unos años para acá.
Pero esto del lazo va mucho más allá. El que se forma cuando hay un vínculo con otras personas es el que da más de sí. Para empezar, brotamos enlazados a nuestras madres, contenidos en sus vientres, el súmmum de la unión. Vemos la luz ligados a una familia, el mejor de los apoyos en la mayoría de los casos, aunque a veces esas uniones no funcionan al ser por imposición.
En ocasiones, conoces a alguien sin saber que con el tiempo se va a unir a ti de alguna manera. Es curioso como ocurren las cosas, dirías que jamás tendrás algo con este o con aquel y terminas siendo su mejor amiga o su pareja. También ocurre al revés. Y hay encuentros definitivos en los que tienes la certeza de que de ahí nacerá algo. Entrelazamos las manos cuando queremos demostrar un apego especial y los cuerpos cuando el afecto se convierte en deseo.
Los lazos también se rompen. A veces sientes que esta unión se convierte en una obligación, en una ligadura que forma parte de una trampa, en una red adhesiva imposible de quebrar y que no nos aporta nada. Es el momento de tirar del extremo y deshacer la lazada. Decidirse puede ser fácil o no, rápido o lento, definitivo o provisional, pero cuando por fin lo haces, en el instante en el que comprendes que es lo mejor que podía pasar para seguir adelante con tu vida, te sientes libre de ataduras estériles. Te sientes tranquila.
