La sombra de Caligari es alargada. La de Métal Hurlant, también lo suyo. Si a Kafka le hubiese tocado vivir la Segunda Guerra Mundial desde la trinchera, y hubiese sobrevivido, muy probablemente hubiese parido algo semejante a esto: Le bunker de la dernière rafale. Pesadilla en la que cierta suerte de expresionismo retroactivo y cierta suerte de grand guignol tóxico se dan la mano para hiperbolizar esta metáfora de la sinrazón intempestiva. (Sí, me han descubierto, en realidad cobro a tanto el adjetivo ancasquetado...). La maquinaria de la locura devorando a sus hijos, los hombres, desde dentro. Los aceros y el cemento y la radiación y los circuitos eléctricos de la cumpulsión exterminadora alimentándose de la sangre y la carne y la razón vaciada de sueños. Aunque vestuario y simbología sean filofascistas y denuncien horrores totalitarios, tampoco se lleven a engaño: Jeunet y Caro, como buenos franceses, no remiten más que a su propia esencia de país invadido, su propia versión y experiencia del cataclismo europeo, conque este bunker de la ráfaga final debe tomarse, primero de todo, como el exudado maligno de cierta suerte de Síndrome Maginot... Luego vino Terry Gilliam, que ha visto mucho cine francés y es un tipo que siempre, sí o sí, cae así como simpático, y en cobrándonos por sus 12 monos, nos dijo: esto es un remake guapo que me ha salido de La jetée... Pero resulta que no, que el tío nos la estaba dando con queso.
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