Vive en un cementerio. Refugiado entre lápidas que rezan eterno recuerdo a nuestros ausentes. Le ven vagar de ciprés en ciprés, de mármol en mármol.
Es un perrito blanco, un pastor de no sé el qué, y creen que se apostó allí tras de su dueño. Cuentan que nunca sale del recinto, y que no permite que nadie se le acerque, quizás temeroso de ser arrancado de la morada postrera del amo.
A veces una mujer visita el camposanto. Dicen que va toda enlutada y es la única a la que parece no temer. Los sepultureros y las gentes del lugar procuran agua y alimentos al pobre animal. Los de la protectora intentan capturarlo para darlo en adopción. Quizás no sea tan buena idea como ellos creen. Es posible que al hacerlo la lealtad de nuestro amigo le haga escapar de nuevo, en pos de la misión que aceptó de por vida: Acompañarle siempre.
No es el primer caso de este tipo ni será el último. Porque, a menudo, estos seres “irracionales” nos enseñan grandes lecciones sobre valores que por desgracia tenemos bastante olvidados. Desde aquí un pesaroso adiós a todos esos pequeños y grandes peludos que han compartido nuestros días y noches en uno u otro tramo; Pesarosos por el temor de no haber estado a su altura, de no haber sido tan incondicionales y desinteresados como ellos. ¡Bravo por ti, Mauro!.