John C. Goodman, piloto experimentado del ejército estadounidense, se estrelló a las afueras de Estepa, en la zona del polígono industrial, próximo a la autovía A-92, en la noche de un 24 de diciembre del siglo pasado. Iba a los mandos del F-6969, un revolucionario modelo de avión de combate en pruebas.Un vecino del pueblo fue el primero en percatarse del accidente, que no ocasionó víctimas aunque sí algunos daños en una de las fábricas de polvorones y mantecados de la localidad. Avisados los equipos de emergencia, sólo pudieron comprobar los destrozos en el aparato, sin que hubiera rastro del piloto. Las autoridades españolas se pusieron en contacto con las americanas, quienes tras comprobar la autenticidad de la aeronave, el mismo día de Navidad se hicieron cargo de la recogida de los restos del F6969. También se organizaron con urgencia batidas de reconocimiento en busca de John C. (Cookie) Goodman, del que se suponía habría saltado en paracaídas y podría estar por los alrededores. La noticia del suceso se extendió como la pólvora por la villa y fue portada en los telediarios durante esas Fiestas, mientras proseguían las labores de rescate. Pocos fueron los vecinos del pueblo que quedaron sin entrevistar por los reporteros enviados por las televisiones, radios y periódicos nacionales e incluso extranjeros. Más que si hubiera caído el Gordo de la lotería. Sin embargo, perdida la pista del militar, sólo quedó el misterio. De tarde en tarde, algún lugareño aseguraba haber visto a un personaje extraño por los alrededores, rumores sin fundamento que se difuminaban transcurridas unas cuantas semanas. Pasó el tiempo y una mañana, durante la ronda habitual, el vigilante de una de las empresas de mantecados de la comarca descubrió una mochila abandonada junto a la zona de descarga de proveedores. Avisada la policía local, se comprobó que no contenía explosivos sino ropa usada de color caqui, una biblia católica y un cepillo de dientes. Al día siguiente, la encargada de la visita guiada a la fábrica encontró en un rincón de la sala de almacenaje, adormilado, a un individuo de casi dos metros, cabello largo, vaqueros desgastados y gafas de sol de una conocida marca americana en la cabeza. Hablaba como si mascara chicle y parecía feliz. Uno de los turistas, profesor de inglés en un colegio de Granada, advirtió que se trataba de un yanqui y se prestó a traducir sus palabras. El tipo recordaba sólo llamarse ‘John algo’ y, además de algunas incoherencias, aseguró que en su vida había probado mejores dulces que los de ese sitio, lo que causó hilaridad entre los presentes. Según las investigaciones llevadas a cabo con posterioridad, el oficial estadounidense conocía la fábrica como la palma de su mano y había frecuentado las salas de elaboración durante un tiempo indeterminado —se calcula que desde poco después del suceso del avión— para su secreto disfrute. Absuelto de los delitos de allanamiento de morada y hurto, John Cookie Goodman se quedó a vivir en Estepa, donde obtuvo trabajo en el departamento de pruebas y degustación de productos. Se decía que tenía un don especial para mejorar los sabores, en especial los de chocolate, y no fueron pocas las aportaciones que realizó para nuevos mantecados y polvorones. Los lugareños acogieron a ‘Juanito’ con agrado, pues les caramelaba con su forma de hablar y su exquisita educación. Fue un personaje fácilmente reconocible por aquellos lares sevillanos. Cubría siempre la cabeza con un típico sombrero texano, paseaba su larga figura por las calles Mesones y Santa Ana, entre otras, y comía de restaurante para no tener que cocinar, según confesaba él mismo con su inconfundible acento guiri. Siempre llevaba repletos los bolsillos de mazapanes para repartir entre los niños.
Dicen que con el tiempo se reconcilió con su familia, a la que enviaba grandes cajas de productos típicos por Navidad. Que se sepa, ni Linda, su esposa, ni sus dos hijos salieron de Estados Unidos. Tampoco consta que John regresara a su país ni siquiera de turismo. Falleció viejito, de muerte natural, un 31 de diciembre, lo que causó gran pesar en todo el pueblo, que lo había acogido como un hijo predilecto. El entierro fue una demostración enorme de afecto. En su tumba quedó escrito este epitafio: “Mi vida en Estepa fue una permanente dulce Navidad. Gracias”. #cuentosdeNavidad