Revista Cine

Lealtades, miedos y honor

Publicado el 10 septiembre 2012 por Josep2010

Por haber, hay hasta una persecución automovilística: además de tensión e intriga, peleas a puñetazos, luchas con arma blanca, emboscadas nocturnas, tiros a traición, muertes, miedo y pasión, hay una persecución en la que dos coches, sólo dos desvencijados y andrajosos trastos, corren como alma que persigue el diablo, uno en pos del otro, uno escapando y el otro persiguiendo, en una solitaria carretera trazada por los surcos de carromatos que durante años transitaron por el desierto que rodea las cuatro casonas que pomposamente llaman pueblo, Black Rock, dicen, por alguna roca negra vieja que los blancos descubrieron cuando echaron de allí a los indios.
Por haber, hay pues acción estupendamente presentada y filmada, resolutiva de ciertas tensiones, lo que en algunos momentos de las modas críticas se denominó "fisicidad" de los personajes que viven en la pantalla de cine, o de televisor a poder ser bien ancho, donde podamos disfrutar durante menos de hora y media de la película Bad Day at Black Rock titulada en español como Conspiración de silencio, dirigida por John Sturges en 1955 con un reparto de intérpretes que quita el hipo: baste recordar que uno de los secundarios, Ernest Borgnine, tristemente fallecido este año de 2012, consiguió el Oscar al mejor actor principal por su composición de un bonachón en Marty, rodada el mismo año, cuando a las órdenes de Sturges le vemos como una amenazadora presencia, mucho músculo y poco cerebro, fiero y leal como un cancerbero que actúa sin preguntar.
John Sturges fue un director que incluso en vida padeció una clasificación en mi opinión totalmente injusta, rebajando su valía a especialista en cintas de acción y se le recuerda, incluso entre los cinéfilos, por títulos como Los siete magníficos o La gran evasión, provistos de dinamismo innegable, pero se olvida con frecuencia que también supo trasladar al cine una novela tan solitaria como El viejo y el mar de Ernest Hemingway, en apacible alianza con Spencer Tracy, con quien trabajó en tres ocasiones, siendo la primera El caso O'hara, de 1951, y la más conocida la que hoy nos ocupa, basada en un relato corto de Howard Breslin que adaptó Don McGuire y guionizó Millard Kaufman, cuyo trabajo recibió el respaldo de la nominación al Oscar, en una convocatoria en la que Marty se llevó los tres premios a los que la presente había estado nominada.
Lealtades, miedos y honorLa película de Sturges la clasificaría ahora la mayoría de la crítica como "título políticamente incorrecto" de tener oportunidad de rodarse y estrenarse, que lo dudo mucho, porque detrás de las estupendas escenas de acción subyace una multitud de ideas que pueden molestar no tan sólo al poder establecido. El guión de Millard, al que algunos han querido ver como ajuste de cuentas de la industria cinematográfica con las acciones del senador McCarthy, trasciende lo que podría quedar en panfleto de una época para permanecer como ejemplo de las relaciones humanas más complejas entre una serie de personajes que, aislados en medio de la nada polvorienta cruzada por una vía férrea, quedan atónitos cuando el expreso que habitualmente cruza rugiente sus parajes se detiene y desciende de él un pasajero: un hombre de ciudad, trajeado, manco; un tipo que, nada más llegar, preguntará y preguntará y preguntará hasta remover cielo y tierras, cuerpos y almas. Un tipo que dispone de veinticuatro horas para resolver, zanjar y liquidar su asunto, pues mañana deberá subir al tren que, inesperadamente, volverá a detenerse para llevárselo.
O no.
Porque las preguntas que hace levantan recuerdos y abren heridas. El tipo, Macreedy, husmeará en las vidas de todos y les enfrentará a la verdad que se han ocultado a sí mismos por vergüenza, creando una paulatina y progresiva presión anímica sobre todos los habitantes del villorrio que viven mayoritariamente sometidos a los designios de un carismático terrateniente que atiende al nombre de Reno Smith.
Todos los personajes de la trama están perfectamente descritos tanto por los acerados diálogos desprovistos de florituras como por las acciones corporales y su disposición en las escenas, un conjunto perfectamente orquestado por Sturges que sirve la idea más allá de la mera apariencia formal que adopta gracias a los buenos oficios del director de fotografía William C. Mellor que retrata toda la trama con los elementos visuales que uno espera hallar en un western prototípico dotado de paisajes panorámicos (2,55:1) impresionantes por la sensación de soledad, de grandeza natural que resalta la pequeñez de la presencia humana.
Una presencia que, aún siendo reducida, ejemplifica la degradación moral de una sociedad que se somete al miedo en un conformismo injustificable por mucho que el instinto de supervivencia se pretenda como excusa; una grupo de gentes que se deja manipular culpabilizando inocentes por el color de su piel. El miedo a lo desconocido una vez más convertido en odio al extraño, en este caso identificado en los estadounidenses de origen japonés que, a renglón del ataque a Pearl Harbor, fueron obligados a vivir en campos de concentración.
Pero hay más: el magnífico guión nos introduce lentamente en un discurso que se hace paulatinamente más profundo, más íntimo, menos público, más injusto: el odio al japonés no nace como represalia, ni siquiera como desprecio de raza; nada de eso: nace por la propia incompetencia, por el fracaso propio; por la inutilidad inasumible brota el deseo de la venganza, la ira alimentada por la envidia al extraño, al foráneo que de fuera ha venido y con su esfuerzo, su pericia, su tesón, ha logrado lo que jamás nadie pudo imaginar. Y por eso se le odia, porque pudo triunfar donde todos fracasaron. No se trata del color, amarillo, negro, marrón: se trata de la envidia, de algo tan sencillo como inaceptable; se trata de que ese recién llegado, con su esfuerzo, sobrevive en medio del erial, justo allí donde debía fracasar, allí donde estaba dispuesto que padeciera, que sufriera por su condición de inferior, de miembro de otra raza, con otro color: genera odio, porque triunfa; levanta pasiones aniquiladoras porque subsiste y prospera, dejando en evidencia con su trabajo constante la indolencia y vagancia de aquellos que, airados, se erigirán en sus verdugos armados de un odio inexplicable, mero disfraz de una envidia que corroe las entrañas de los malvados cobardes.
Y llegará en un tren que nunca para en la paupérrima estación un manco provisto de una pregunta que levantará ampollas en los oídos y en el alma: ese Macreedy que nadie conoce, ése que nadie quiere escuchar, ése, sí, será el que provoque la catarsis y obligue a todos a reconocer su responsabilidad, a tomar conciencia de su culpa; de su conducta cómplice sujeta a la comodidad de una apariencia de trabajo: porque en Black Rock, nadie parece tener nada que hacer y todos cobran su salario del terrateniente: todos tienen un sueldo seguro, pagado ni con su trabajo ni con su esfuerzo pero sí con su temeroso silencio. ¡En mal día se le ocurrió aparecer, al tal Macreedy!. Todas las sociedades deberían tener, hoy, un Macreedy, porque el relato que nos ofrece con pulso muy firme Sturges sigue vigente con muy leves variaciones.
Sturges se vale, como hemos dicho, de la estupenda fotografía panorámica y se apoya en una excelente banda sonora compuesta por André Previn; mueve las cámaras con presteza y brío en unos exteriores asolados y emplazándolas perfectamente en los interiores en los que consigue, pese a la luz que entra a raudales por los ventanales, transmitir la sensación ominosa que rodea al protagonista desde que hace la primera pregunta. Tiene además la suerte y el acierto de dirigir a unos actores que llenan la pantalla con su presencia: opuesto a Spencer Tracy disfrutamos de la composición de Robert Ryan, una vez más adalid de las peores pasiones y aparte del citado Borgnine contar con secundarios como Walter Brennan, Dean Jagger y Lee Marvin es un lujazo para un producto que teóricamente fue provisto con un presupuesto muy ajustado, supuestamente una película de estudio que inesperadamente alcanzó un notable éxito tanto de público como de crítica.
Una película a revisar con calma, si es posible en versión original subtitulada y comprobando que el formato panorámico original se haya respetado, que ya sabemos que hay por ahí muchas ediciones lastimosamente poco respetuosas. Una obra imperdible, oportunidad para disfrutar de un elenco de intérpretes sensacional al servicio de un texto que crece con el paso del tiempo: lo que en un primer visionado pareció efectiva cinta de acción, acabará siendo motivo de reflexión porque, como todos los clásicos, permanece como un dedo que señala la desnudez del poderoso y muestra sus defectos.
Tráiler

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