junto a la tapia del colegio de monjas
(de cuyas malas pupilas todos nos enamorábamos)
construyeron la caseta del perro.
No recuerdo bien el motivo
no existía ningún chucho inquilino.Era zafia y gris y probablemente
mal edificada.Pero sobre su tejado nos sentábamos
a desbaratar la temprana adolescencia
cuando el futuro se reducía
a estirar lo máximo posible la hora de volver a casa.
Allí ocurrió mi primer beso.
Allí lloré a mi primer amigo muerto.Un día, con la misma ausencia de causa,
apareció derruida.Al poco la sustituyeron unas porterías y canastas.
A la gente le pareció absurdo
que quisiera guardarme una de las piedras que quedaron.
Tenían razón;
todos esos añicos naufragaron su estropicio en mi corazón.
Me acompañan siempre.
Yo las bauticé con el nombre de metáforas.