El domingo pasado me tocó ser fiscal en una escuela de mi barrio. Noté algo que no vi en las elecciones anteriores: la gente iba a votar con una sonrisa en el rostro, con un clima de fiesta. Algo distinto había en el ambiente. Y los resultados de la noche (del día siguiente en realidad) rubricaron esa sensación de que algo había cambiado en el alma del ciudadano cuando se levantó ese domingo.
Más allá de los ganadores y perdedores de esa jornada, las elecciones en Argentina fueron una lección. Una lección que supera el mensaje dado al oficialismo y su proyecto autoritario. Una lección a los que subestimaron, durante las últimas semanas, a los votantes. Ahí hay que incluir a los medios de comunicación (aún aquellos hostigados por el gobierno) que negociaron mejoras y se alinearon manipulando información; a los encuestadores que no veían ninguna posibilidad del triunfo de María Eugenia Vidal, pese a que las encuestas la daban arriba, porque el ciudadano de la Provincia de Buenos Aires era lo suficientemente haragán para no cortar boleta; a los intelectuales (sic) que gastan horas en televisión, radio y diarios, elaborando análisis que no tienen ningún correlato con la realidad.
Lo que se vio el domingo es que una parte de la sociedad que desconfiaba de la otra parte de la sociedad, comprendió que ambos tenían los mismos valores, los mismos anhelos, las mismas necesidades, los mismos miedos sobre el futuro. El cambio llegó y coincidió con una elección. Y todos los que desde la quinta de su cinismo subestimaron a la sociedad, debieron rever sus dichos y explicar lo inexplicable.
Hay ballotage, hay un mano a mano entre Daniel Scioli y Mauricio Macri para definir el próximo Presidente argentino. Y también para definir el tipo de país en el que queremos vivir.
No lo van a hacer, porque no es su estilo. Pero el núcleo duro autoritario argentino podría sorprender, por una vez, y callar por respeto a la sociedad que el pasado domingo se atrevió a expresarse.
Sería un gesto.