La leche y las vaquerías
A. de Mingo - domingo, 13 de marzo de 2016
Niña con lechera fotografiada por Lucas Fraile (1850-1905). - Foto: Archivo MunicipalEstos establecimientos pervivieron en Toledo hasta hace muy poco tiempo • La vaquería "La Esperanza", situada en la Antequeruela, donde se encuentra hoy el colegio Santiago el Mayor, fue de las mejores durante las primeras décadas del siglo XX
Son escasas, en comparación con otros alimentos, las referencias históricas que han llegado hasta nosotros relacionadas con el abastecimiento y consumo de leche por parte de los viejos toledanos. «Si hubiéramos de guiarnos exclusivamente por el número de veces que hace su aparición en los documentos -se planteaba la historiadora Carmen Carlé, mencionada por Ricardo Izquierdo en su libro Abastecimiento y alimentación en Toledo en el siglo XV (Universidad de Castilla-La Mancha, 2002)-, llegaríamos casi a sospechar que los hombres de aquellos siglos desconocían la leche».
Esta paradoja -que según Izquierdo se explicaría «por tratarse de un alimento del que disponía la mayoría de la población por vía de autoaprovechamiento»- acabará por regularizarse en la Edad Moderna. En el año 1586, cuando el Greco comenzó a pintar El entierro del conde de Orgaz, un azumbre de leche -alrededor de dos litros- costaba 28 maravedíes, cantidad fijada por el Ayuntamiento.
Hace apenas cien años, la adulteración de la leche y su aumento de precio (que durante la guerra civil llegará a ser castigado con firmeza) dieron más de un quebradero de cabeza a las autoridades municipales, de las que dependía la supervisión de las abundantes vaquerías instaladas en la ciudad. Algunas de ellas fueron importantes, como ‘La Esperanza’, propiedad de Diego Manso Gil de Rozas, abierta en Zocodover y posteriormente trasladada al barrio de la Antequeruela, en donde muchos años después sería construido el colegio Santiago el Mayor.
Las fuentes para abordar este tema son amplias y sumamente diversas, desde la historiografía tradicional («San Juan de la Leche» era la denominación popular de la desaparecida iglesia de San Juan Bautista, según la Descripción de la Imperial Ciudad de Toledo, de Francisco de Pisa) hasta los tratados de cocina que ya hemos tenido ocasión de mencionar en varias ocasiones, como los de Ruperto de Nola y Francisco Martínez Motiño. La leche no podía faltar en recetas como la sopa de almendras o el denominado «manjar blanco», crema dulce y espesa, sumamente valorada desde la Edad Media, cuyos principales ingredientes eran la leche, harina de arroz y pechuga de gallina deshilachada.
De las aplicaciones médicas de este alimento dan noticia textos tan antiguos como los del toledano Ibn Wafid (1008-1075), a quien nos referiremos en su momento. Averroes consideraba que la leche de mujer era la de mayor calidad, seguida por la de burra y la de cabra. La harina de garbanzos blancos cocida en suero, por ejemplo, se empleaba como remedio contra la tos en el Toledo andalusí, mientras que diversos alimentos cocidos o macerados en leche, manteca y miel se consideraba que aumentaban el apetito sexual. Se trata de un alimento presente en el imaginario colectivo de la ciudad, incluidas las recurrentes exageraciones de los cronicones del siglo XVII.
El Conde de Mora, por ejemplo, atribuía en 1663 que un criado morisco del marqués de Bedmar hubiese alcanzado la fabulosa edad de ciento veinte años «a que su comida era solo leche dulce, y la bebida leche aceda [agria]». Tampoco podemos olvidar, para finalizar, que una de las reliquias más representativas de la catedral de Toledo, traída desde Constantinopla por San Luis de Francia, era una pequeña ampolla que contenía leche de la Virgen María.
Comenzaremos nuestro recorrido por las vaquerías en los años centrales del siglo XIX, momento en el que la producción de leche no se nos antoja excesivamente rentable, pues cada oveja daba de media tres azumbres y cuartillo y medio. O lo equivalente a 2.377 azumbres durante el trienio 1852-1854 (la relativa estabilidad política y social tras la segunda guerra carlista pronto hará que estas cifras aumenten considerablemente, pasando a 6.280 azumbres durante la horquilla comprendida entre 1864 y 1866, según el periódico El Tajo). Se consumía, además de la leche de oveja (más económica y fácil de ordeñar), leche de vaca, de cabra e incluso de burra, especialmente recomendada para los enfermos por su gran valor alimenticio.
El Eco Toledano, un periódico local, explicaba en 1912 las características de los diferentes tipos: «La alimentación por la leche de cabra que frecuentemente se usa [para alimentar a los lactantes], tiene sus inconvenientes: la intolerancia por una parte y el carácter caprichoso que engendra en los niños -según el doctor Galtier-Boissiére [Émile-Marie Galtier-Boissière, autor del célebre Larousse médico]- son muy a tener en cuenta.
Otro tanto puede decirse de la alimentación infantil con leche de vaca: sola suele ser pesada, y su dilatado uso produce excesiva soñolencia y entorpecimiento intelectual, en opinión del antedicho eminente clínico. La crianza con biberón es buena cuando la leche utilizada es de irreprochables condiciones, y teniendo gran cuidado de la desinfección y limpieza del aparato».
La normativa -que limitaba el número de animales por explotación (veinte vacas o cincuenta cabras eran el máximo) y obligaba a sus propietarios a dedicarles ciertos cuidados- recomendaba instalar las vaquerías de ciertas dimensiones en zonas suburbanas para evitar problemas de salubridad. Anteriormente mencionamos la gran vaquería de Diego Manso, a la que habría que sumar otra de ciertas dimensiones que había «en las inmediaciones del sitio llamado ‘Boca-mina’, próximo al Cementerio viejo» (el antiguo camposanto municipal estaba donde hoy se encuentra el barrio de Palomarejos, mientras que la ‘mina’, excavada desde los molinos de Safont, posteriormente convertidos en central eléctrica, atravesaba el subsuelo de esta zona desde el río para el riego de la Vega Baja). Esta vaquería contaba en el primer tercio del XX con un gran corral y una amplia nave de 24 metros de longitud por cuatro de ancho.
La mayor parte de las explotaciones, sin embargo, eran mucho más pequeñas, como las de la bajada del Barco y el cerro de las Melojas (cerca de San Cipriano), que poseía dos pajares, dos cámaras y dos corrales, con capacidad para más de una veintena de animales. Barrio Nuevo y San Juan de Dios fueron una zona problemática. En 1900, el periódico republicano La Idea se congratulaba de que las hermanas de la Caridad -«usufructuarias hasta ahora de la Lechería provincial»- hubieran retirado de allí unas vacas con las que se abastecían y obtenían beneficio (algo que el diario criticaba, además, por el hecho de que las monjas no tributaban).
Casi veinte años después, otro periódico de ideología contraria, el carlista El Porvenir, echaba en cara al regidor Justo Villarreal -a quien apodaba «el alcalde de los colmos»- que no tomase medidas contra las «tres o cuatro cabrerías, una vaquería y dos cloacas o alcantarillas que vierten en el rodadero de San Juan de Dios, infectando, de manera repugnante, toda la barriada de Barrionuevo: como desaguan en la parte alta del derrumbadero, recorren las inmundicias más de 60 metros al aire libre, produciendo pestilencias insufribles y algún que otro foco... nada lumínico y menos refulgente...». En ediciones anteriores mostramos esta misma problemática a través de una antigua fotografía del «Corral de Vacas», situado en el otro extremo del casco histórico.
Sin lugar a dudas, el principal problema para el Ayuntamiento era la adulteración. En los tiempos de la pequeña lechera de la página anterior -fotografiada por Lucas Fraile (1850-1905) a finales del siglo XIX-, la leche que se consumía en Toledo solía estar mezclada en un elevado porcentaje con agua u otras sustancias. El Día de Toledo llevaba a su portada este problema el 19 de octubre de 1912: «Una cosa es la leche y otra cosa es ese líquido blanquecino que se expende por algunos industriales de ancha conciencia, de Toledo o forasteros. La leche pura debe de tener un color blanco, ligeramente amarillento, y su grado de consistencia ha de ser tal que si se deja caer una gota sobre un cristal inclinado cuarenta y cinco grados sobre un plano horizontal, se desliza recorriendo muy poco espacio y conserva al final su forma globulosa».
Por el contrario, continuaba el texto, «la leche de mala calidad, o muy aguada, corre más de un decímetro, y se evapora luego sin dejar apenas residuo». El «descremado» era el más frecuente de los fraudes, seguido del hábito de mezclar con leche de oveja la de las vacas. «Como la primera es más barata y tiene la ventaja de ser más densa, admite un poquito de agua sin que se altere la densidad normal del líquido, densidad que no sería difícil restablecer añadiendo una pequeña cantidad de clara de huevo que, además de espesar la leche, la hace espumosa.
Pero como al reconocer la leche se notaría el fraude, por la coagulación de la clara de huevo, suelen los comerciantes (de alguna manera hemos de llamar a esa gente) añadir horchata de almendras o cañamones. Esto solamente lo hacen cuando se les va la mano, pues por regla general todos ellos manejan con gran habilidad el lactodensímetro». Finaliza el texto con evidente preocupación: «Todo cuanto nuestras autoridades hagan y vigilen para que la leche sea pura, será poco ante lo que el asunto merece. En Toledo son muchos los enfermos que se alimentan con solo leche, y el no darle ésta o dársela sofisticada es grave delito».
Los periódicos toledanos solían recurrir al humor -coplas burlescas, acertijos, etc.- para denunciar la situación. El Día de Toledo recomendaba en el año 1897 a quienes sintieran curiosidad por el estudio de la química que acudiesen a una vaquería («treinta céntimos un cuartillo, poco es»), mientras que La Campana Gorda, en 1907, rimaba estos versos tras el seudónimo de ‘Pacotilla’: «En Madrid hay muchísimos / intoxicados / con leche adulterada / por los malvados. / Todo el que por beberla / daños coseche / exclamará indignado: / —¡Vaya una leche! / Y otros al verse expuestos / todos los días, / dirán del mismo modo / —¡qué lecherías! / ¿Pero con qué adulteran / esos lecheros / la leche, que así causa / males tan fieros? / ¡Para mí es indudable / que se adultera / con polvos de la hispana / Tabacalera».
También era habitual que se adulterase la leche de los establecimientos de beneficencia. En 1901, según el diario La Idea, llegó a servirse a los internos del manicomio (el Hospital del Nuncio, hoy Consejería de Hacienda) leche mezclada con agua al 80%, caso verdaderamente excepcional que llevó al periodista a añadir el siguiente comentario: «Tendríamos gusto en conocer al abastecedor, y si le ligan algunas relaciones de amistad o parentesco con los señores diputados». Lo más habitual era encontrar mezclas con entre un veinte y un cuarenta por ciento de agua, fácilmente detectadas por los graduadores o lactodensímetros, como el que llegó a costar una paliza a Laureano Avecilla enfrente de la Puerta Llana, según recogemos en la página siguiente.
Félix Conde Arroyo, durante cuyo mandato se inauguró el Mercado de Abastos de Toledo, fue uno de los alcaldes que mayor empeño puso en solucionar este problema, obligando a los lecheros a someterse a los análisis del Laboratorio Municipal y a precintar los recipientes en los que transportaban su género (para no sumar agua a la leche tras haber atravesado el fielato de consumos). La respuesta por parte del gremio fue un sustancial incremento de los precios. La vaquería de A. Borja (Hombre de Palo, 11; con despacho de venta en la Calle de la Plata, 3) pasó de cobrar el litro de 35 a 60 céntimos en apenas cuatro años, de 1916 a 1920.
http://www.latribunadetoledo.es/noticia/Z3BC20031-FEF8-D5B3-327910800B066EC6/20160313/leche/vaquerias&version;
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Revista Cultura y Ocio
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