Lo confieso, no soy una persona sociable. La idea de encontrarme en una reunión donde haya más de dos personas -y, cuantas más sean, peor- me produce un rechazo instintivo (ya expliqué en otro lugar que el efecto de acudir a una fiesta cualquiera es para mí semejante a tener que vérmelas con un grupo de dementores). Se debe, sin duda, a mi falta de habilidad para interactuar con otros seres humanos. Me supone un verdadero esfuerzo practicar ese arte que los ingleses llaman small-talk, ese intercambio de opiniones banales sobre asuntos anodinos que, según dicen, engrasa las relaciones sociales. Al parecer, lo suyo es empezar por charlar de cosas triviales para, progresivamente, ir entrando en temas más serios, cuando -siempre según la teoría- saldrán a relucir las verdaderas joyas que hacen de la conversación un arte. Decía madame de Sevigné: "Me encanta la compañía de aquellos que poseen el don de la conversación, que pueden hacer que el tiempo pase volando y que uno se sienta iluminado y enriquecido". Tal vez ella se movía en un círculo compuesto solo de gentes cultas e interesantes, o tal vez ella misma poseía el don de sacar de las personas sus mejores pensamientos. Me temo que mi experiencia es muy distinta. Si he de ser sincera, en la mayoría de las ocasiones en que las circunstancias me obligan a conversar con otros, me aburro soberanamente. Mi actividad se reduce bien a poner cara de estar escuchando con atención a alguien que me habla de cosas por las que siento un nulo interés, bien a devanarme los sesos tratando de encontrar un comentario que esté a la misma altura de las naderías que el otro (u otra) está manejando. (Aún recuerdo una de las veladas más soporíferas de mi vida: una cena de empresa en la que mis compañeros de mesa se pasaron toda la noche hablando de los radares de tráfico, de dónde estaban ubicados, de sus multas/no multas a causa de ellos, y otras "aventuras" derivadas de los excesos de velocidad al volante. No hubo otro tema. Creí morir de aburrimiento.)
Se supone que estos señores del XVIII están reunidos para conversar sobre temas elevados. Pero me da que al menos uno de ellos se está aburriendo bastante.
Dar con alguien con quien la conversación fluya sin esfuerzo, de la que salgas enriquecida (como dice madame de Sevigné), con la sensación de haber aprendido algo y, a ser posible, de haberle aportado también algo a tu interlocutor, es una rareza. Lo habitual es que, mientras finjo interesarme por lo que me cuentan, vaya pensando para mis adentros que preferiría mil veces estar en casa leyendo. Porque, incluso la novela más boba al menos te narra una historia, consigue -por los medios que sean- sostener tu interés mientras dura la lectura, te entretiene (y, en el mejor de los casos, te enriquece). Si no lo consigue, dejas el libro y buscas otro, cosa que difícilmente puedes hacer con tu interlocutor. Aunque, bien pensado, ¡cómo me gustaría poder hacerlo!; levantarte a los cinco minutos de charla inane y dejar al otro con la palabra en la boca. Si el libro no me gusta puedo rechazarlo, manifestarle mi desacuerdo... o, si me da el arrebato, tirarlo contra la pared. Nadie resulta ofendido.
Por eso, si puedo elegir, prefiero siempre la lectura a la conversación. Mi estado mental lo agradece. Ya lo decía Quevedo: "Con pocos, pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos".