Hay lecturas que son complacientes, que no problematizan al lector, que entretienen como un pasatiempo, una telenovela, una comedia romántica. Y están muy bien para eso: para pasar el tiempo. Son como caramelos: uno los disfruta, pueden levantarte el ánimo, se pueden compartir, generan un placer momentáneo, pero no alimentan.
Me gustan los caramelos, pero sé que no puedo vivir solo comiendo caramelos. Y sobre todo sé que no quiero vivir solo comiendo caramelos.
Me gusta que un libro me desestabilice, me cuestione, me plantee problemas irresolubles. “Un hachazo en la cabeza” dijo alguna vez alguien que aún no puedo descubrir. Si no es así, ¿cómo crezco? ¿Cómo aprendo? ¿Cómo descubro cosas nuevas? ¿Cómo me reconozco?
No se puede vivir recibiendo hachazos en la cabeza cada día. Porque al final uno se parte en tantos pedacitos que es difícil rejuntarse. Pero no me resigno a transcurrir sin dejarme interpelar por los otros (o sin interpelar a quienes me lean).
Otras lecturas son lugares, rincones o paisajes que visitamos. Espacios a los que a veces queremos volver, como quien visita a un amigo o como quien busca un objeto olvidado sin saber muy bien qué ni dónde. Con esas lecturas me pasa que quedan en mi mente como si fueran recuerdos de vivencias, que se confunden con sitios en los que estuve y entonces no sé si lo leí o lo viví. Quién sabe, tal vez no haya tanta diferencia… Leer, recordar, soñar, recordar lo leído…
Me gustan todas las lecturas. Las que abrazan y las que abrasan. Las que acarician y las que golpean. Las que se abren al lector y las que se cierran sobre sí mismas.
Pero todas son furtivas, todas son inesperadas e inesperables. Ya lo dijo Pennac: “tiempo robado”.
Karina Echevarría