Lewis Carroll
Igual que la comida alimenta el cuerpo, la lectura alimenta el espíritu. ¿Se puede vivir sin leer? Claro, delante de nuestras narices tenemos cada día numerosos ejemplos (bastante tristes, la mayoría). Pero, ¿es eso recomendable? Lo pongo en duda. Lewis Carroll, en un divertido artículo titulado "Alimentar el intelecto" -reunido, junto con otros de autores como Edith Wharton, William Gladstone o Virginia Woolf en el libro Del vicio de los libros- aboga decididamente por la necesidad de alimentar la mente lo mismo que se alimenta el cuerpo.
Desayuno, cena, té; en casos extremos, desayuno, almuerzo, té, cena y luego, a la hora de irse a la cama, un vaso de algo caliente. ¡Cómo nos cuidamos de alimentar nuestro afortunado cuerpo! Aunque, ¿quién de nosotros hace lo mismo por su mente? Y ¿por qué esa diferencia? Entre cuerpo y mente, ¿es el primero el más importante? De ninguna manera, pero la vida depende de que el cuerpo se alimente, mientras que incluso cuando la mente está completamente famélica y descuidada nos es dado seguir existiendo como animales (aunque a duras penas como hombres).
Como afirma el insigne matemático y literato inglés, valdría la pena buscar en las reglas que empleamos para alimentar nuestro cuerpo las equivalencias para aprender a cuidar de nuestro intelecto. Saber, en suma, que el buen o mal estado de nuestro espíritu depende en buena medida de qué alimento intelectual le proporcionemos. Qué, cuánto y cómo leer en cada momento es un aprendizaje sumamente necesario. la lectura tiene el poder de entretener, informar, educar, y también el de levantar los ánimos y de reconfortar en momentos de tribulación.
Creo que pocas veces como ahora se habrá manifestado con tanta claridad la necesidad de la literatura como elemento sanador. Después de un largo y duro encierro, seguido de un verano a medio gas, cortado abruptamente por el alarmante aumento de casos de COVID19 y las subsiguientes medidas de protección, se nos presenta un invierno muy poco prometedor. En el mejor de los casos, tenemos para varios meses de escaladas y desescaladas, siempre con el ay en el cuerpo de que las cosas no vayan aún a peor. Es en circunstancias así cuando precisamos echar mano de todos nuestros recursos para mantener la moral, el humor y la esperanza. Necesitamos recurrir al equivalente moral del reparador caldo de la abuela, ese con el que sueñas cuando tienes mal cuerpo y te duele todo. Unas cucharadas de esa sopita y ya parece que te encuentras mejor. Los ingleses tiene un término muy adecuado para este tipo de comidas, que reconstituyen no solo el cuerpo, sino también el espíritu: comfort food. Deberíamos importar el concepto a nuestro idioma.
Igual, pues, que hay platos reconfortantes, existen lecturas reconfortantes. Se trata, esencialmente, de esas novelas amables, simpáticas, que acaban bien. Pueden tener tal vez un toque de humor, pero no del que hace reír a carcajadas: cuando uno necesita ser reconfortado, hay que evitar los sabores fuertes, lo picante y lo demasiado especiado. Tampoco debería haber demasiada tensión, suspense extremo ni, por supuesto, terror. Novelas que te trasladen a un mundo menos desgarrado, menos duro y cruel que el que asoma cada vez que miras las noticias. No se trata de ignorar la realidad, sino de poner un poco de bálsamo, ni que sea durante unas horas, sobre la herida.
Instintivamente, igual que cuando tienes unas décimas de fiebre buscas el caldo, el zumito o el yogur con galletas y no el bocadillo de chorizo picante ni el chuletón a la brasa, estos días me invade una inmensa desgana por buena parte de los libros que llenan mi estantería de lecturas pendientes. Todos ellos, no me cabe duda, excelentes, pero poco adecuados para el momento presente. Probablemente, cada cual tendrá su propia receta: en mi caso -y puesto que ya leí lo que sin duda es una lectura reconfortante de primer orden, las Crónicas de los Cazalet (una saga familiar que recomiendo sin reservas)- me he adentrado en otro mundo de ficción igualmente amable, inteligente y divertido, el de Angela Thirkell. Esta escritora, perteneciente a una familia con numerosas conexiones culturales (su abuelo era el pintor Edward Burne-Jones, y Rudyard Kipling, que solía contarle historias cuando era pequeña, primo de su madre), publicó la mayor parte de sus novelas -que a menudo sitúa en el ficticio condado de Barsetshire imaginado por Trollope- durante los años treinta y cuarenta. En ellas, asistimos a las interacciones sociales y amorosas de un vasto grupo de personajes de clase acomodada, con el consabido porcentaje de vicarios, lores excéntricos y muchachas enamoradizas. Thirkell escribía por necesidad económica y consideraba que sus obras eran meros divertimentos, indignas de ser leídas por su culto círculo de amistades. Sin embargo, su amplia cultura literaria se transparenta constantemente a través de las numerosas citas de autores como Shakespeare, Dickens o Tennyson y su humor inteligente permea un retrato de costumbres que, leído con varias décadas de distancia, se aprecia aún más. Dieta blanda, tal vez, pero para nada insípida. No duden en recurrir a ella si precisan confort espiritual.
Angela Thirkell[Por ahora, que yo sepa, sólo existe versión castellana de una de sus novela, Fresas silvestres. En la página de la Angela Thirkell Society (es de esas autoras que crea adicción) se puede encontrar una relación completa de su producción literaria.]