La cosa es si lo que yo entiendo por ser feliz lo comparte alguien de un modo absolutamente íntegro. No digo alguien que te ame, con quien formas un hogar y traigas maravillosos hijos al mundo. No hablo del amor, que es el que hace moverse al cosmos. Lo que rumio a estas horas de la noche es si en el bendito mundo - lo es, lo es a pesar de todo - alguien coincide conmigo como si fuese una escisión de mi cerebro embutida en otro cuerpo. Puede ser un ciudadano del pueblo de al lado o de las antípodas del mapa. Lo fascinante es la posibilidad de que de verdad exista esa persona. No creo que de entre todas las criaturas que pueblan los pueblos diminutos y las grandísimas ciudades no haya nadie que sea yo mismo. De entrada podría intimar con él -no descartemos que sea una hembra, por qué no habría de serlo - y airear asuntos de los que nunca antes di carta de presencia alguna. Ni siquiera esta manía mía de escribir -con todo lo que uno que escribe larga y con todo lo que hay de charlatán en quien no para de contar el mundo o de contárselo a sí mismo - hace que sepa con nitidez cómo soy. No lo sé, no tengo ni idea. Voy que corto hacia los cincuenta y no poseo de mí más conocimiento del que tengo de algunos buenos amigos. Creo que saber el lugar al que me dirijo, creo saber qué ando buscando cuando llegue allí, pero hay distracciones en el camino que hacen frágil la misión que lo encauza. Dicho de otra manera: no hay día en que algo que yo haga no me sorprenda. Como si fuese otro, como si mutase dentro de mi persona la parte en apariencia invariable que hace que los que me aman me sigan amando y los que no me soportan sigan sin soportarme. Por eso piensa uno en la felicidad, que es un asunto de poco asiento en la vida diaria y mucho predicamento en la filosofía y en los prontuarios infames de los coelhos y los bucays del mundo. No se es feliz: se está feliz, se siente una brizna de felicidad que, luego de invadirnos, se fuga y nos deja con el mal cuerpo que todos conocemos. Con lo que yo me siento feliz es con la incertidumbre. Creo que es lo que más me apasiona. No saber, no tener nada completamente claro, no poseer las certezas que podrían acomodarme y hacer que me pierda todas las vidas que, al vivir solo la mía, estoy perdiéndome. Y hay tantas vidas perdidas si solo se practica la propia. Por eso leer es algo parecido a la felicidad. Ahí quiero llegar: leer es ser otro, otro sin dejar de ser el mismo; otro dulce u otro atroz u otro convencido de que existen los viajes en el tiempo, los amores perfectos o el crimen hermoso. Por eso leo a Wells, a Proust o a Highsmith. Ellos me acompañaron este verano. Los tres me transportaron a lugares en donde antes nunca había estado. Leer hace que tu cabeza posea todo el cosmos en su interior. Eres como un dios caprichoso y rudimentario, un ser privilegiado al que el azar o la conjunción de todas las causas y de todos los azares le ha hecho poseer la llave que abre todas las puertas. Leer hace eso: que no haya puertas. Y el mundo tiene tantas y están tan custodiadas por guardias tan terribles. Si hay por ahí alguien como yo estaría encantado de invitarlo a café y sentir que no estoy tan solo. Solo a pesar del amor y del hogar y de los hijos y de los cuentos de Borges y del piano de Bill Evans a las dos de la madrugada.