Para empezar, para Leibniz, tanto el mal moral como el mal físico son cosas que Dios permite, mas no quiere. Cabría suponer, entonces, que si estas formas de mal existen es porque en la mente de Dios corresponden a un plan completo y eterno del cual no son más que pequeños engranajes (§241) y del cual nosotros no tenemos más que una vaga idea, si es que tenemos alguna[1]. Por ello, conviene examinar con más atención al mal metafísico. Según Leibniz, este es inherente al ser creado en tanto finito. Es precisamente esta imperfección originaria, aquella consustancial a toda sustancia creada, la causa del mal en sentido global (§20). El pecado y el sufrimiento, luego, no son más que derivaciones de nuestra condición de criaturas imperfectas o, lo que es lo mismo, creadas. Lo que cabría objetar en este contexto es cómo Dios podría no ser el autor del mal si es que él decide crear libremente. Lo que Leibniz arguye es que la existencia es mejor que la no existencia y, en ese sentido, un mundo imperfecto es mejor que un mundo inexistente. Así, el mejor de los mundo posibles es un mundo creado y por ende finito e imperfecto. Podemos ponerlo de la siguiente manera: “Dios quiere antecedentemente el bien, pero consecuentemente lo mejor” (§23)[2]. Crea por su inmensa bondad, pero sólo puede crear un mundo imperfecto. “En todo caso, la pretensión general de Leibniz es que hay incomparablemente más bien que mal en el mundo, y que el mal que hay en el mundo pertenece al sistema total, al que es como totalidad como hay que considerar”[3]. Como vemos, Leibniz se mueve siempre en dos niveles distintos y complementarios de argumentación: uno que podemos llamar fenoménico o humano y otro metafísico o sub specie aeternitatis. La conciliación de ambos, contra lo que pensaba el propio Leibniz, parece bastante difícil.
Me interesa introducir una cuestión final derivada de lo que acabo de exponer. Si bien es cierto que la forma en que Leibniz defiende la compatibilidad de la existencia del mal con la de un Dios bueno y todopoderoso es más o menos consistente, hay una cuestión que no queda del todo clara en relación al pecado. A saber, Leibniz sostiene que existe juicio final y condenación por nuestros actos[4]: la tesis que subyace es la de la responsabilidad. La pregunta obvia, después de todo lo visto, es: ¿cómo puede haber responsabilidad humana si es que la mónada contiene en sí misma todas las potencialidades que va a desplegar y si estas se despliegan con arreglo a la voluntad divina según el principio de razón suficiente? El modo en que Leibniz responde se basa, en el fondo, en la diferencia que ya expuse entre necesidad y determinación. Una distinción, que como sabemos es de orden formal y no del todo consistente desde la perspectiva “fenoménica” que aquí discutimos. En todo caso, el argumento podría resumirse así: si bien es cierto que las acciones humanas están determinadas metafísicamente, ellas no son necesarias. De tal suerte que el ser humano pudo, lógicamente, al menos actuar de otra manera. Ahora bien, si añadimos a esto que Leibniz concibe a la libertad como una acción espontánea y deliberada[5], en sentido estricto no hay nada que objetar: el ser humano es libre. Como se puede notar, sin embargo, este modo de argumentar mezcla órdenes de cosas muy distintos y no resulta del todo convincente. Se pretende explicar de modo formal una cuestión moral y no parece que la tesis se compenetre de modo suficiente. Al final, como sabemos, Leibniz apelará al misterio inherente a la naturaleza de Dios y a la imposibilidad humana de entender los criterios del Creador. Leibniz notaba que había problemas, creo yo, pero no se sintió capaz de hipotecar el orden del sistema que había establecido por dar una respuesta más práctica para el tema de la libertad. Prefirió, así, apelar a la sabiduría infinita de Dios que, habiendo preestablecido un orden armónico entre la naturaleza y la moral, no sería capaz de dejar al hombre desamparado aunque sí incapaz de entender el misterio de la armonía universal.
Creo que podemos cerrar con esto la exposición sobre Leibniz. Me interesa pasar ahora a un modo de razonamiento alternativo que nos permita examinar buena parte de los problemas vistos, pero en una clave que nos conduzca a respuestas distintas y, espero, algo más satisfactorias en términos de la experiencia humana.
[1] Cf. supra: las mónadas tienen todas las ideas de Dios dentro de sí mismas, pero no son conscientes de todas ni por asomo. De ahí se sigue la necesidad de siempre hablar de una doble perspectiva del universo.
[2] Pero esto no hace las cosas más sencillas ya que, como indica Copleston, el asunto se agrava con la tesis de la armonía preestablecida, ya que los sufrimientos humanos serían parte de un plan organizado y perfectamente articulado por el mismo Creador. Cf. Copleston, F. Op. Cit. p. 307.
[3] Ibid.
[4] Recuérdese que uno de los argumentos importantes que esgrime Leibniz en torno a la identidad moral es justamente la acción voluntaria y el recuerdo de la misma. Es la identidad moral lo que permite que exista juicio sobre nuestros actos y, por ende, premio o castigo. Cf. NEEH, II, xxvii, §9.
[5] Cf. NEEH, II, xxi, §9.