Revista Filosofía

Leibniz y Caputo: el Dios de la cruz y su sagrada anarquía

Por Zegmed

Leibniz y Caputo: el Dios de la cruz y su sagrada anarquía

Quiero que veamos las cosas desde un nuevo enfoque ahora, me interesa aproximarnos de una manera diferente a estos mismos problemas que han inquietado a Leibniz y a la humanidad toda durante siglos. La pregunta de fondo es, ¿cómo reconciliar las idea de un Dios bueno y todopoderoso con la de uno que permite el dolor y el sufrimiento? Hemos visto ya que Leibniz ofrece razones para sostener ambas posiciones, aparentemente, sin contradicción. Yo he expuesto las razones por las cuales los argumentos que nos ofrece son válidos hasta cierto punto, pero insuficientes desde la perspectiva del ser humano vinculado con ese Dios en una experiencia existencial de fe. Recordemos que uno de las formas más elementales, y no por eso débiles, de argumentar contra la existencia de Dios tiene que ver con la paradoja mencionada. Me parece que quedan dos caminos: o el de la fe ciega que detiene la reflexión para intensificar la creencia, legítima opción, por cierto; o el de quien opta por tratar de reflexionar para buscar alguna solución a esta supuesta aporía. Por las razones que expliqué hacia el inicio, me encuentro entre los del segundo grupo y John D. Caputo, también. Quiero, entonces, exponer algunas de sus ideas centrales con la finalidad de ver si encontramos alguna forma de salir de este problema.

El camino que sigue Caputo proviene de una larga reflexión dedicada a la religión, pero inspirada en fuentes quizá no tan convencionales para analizarla: la fenomenología, la hermenéutica y la deconstrucción. Es sobre todo esta última la que se hace más evidente en el análisis que nos ofrece en, quizá, su obra más importante: The weakness of God[1]. Por cuestiones de extensión no puedo dedicarme a ofrecer un análisis completo de la obra, pero me interesa recoger algunas de las ideas centrales que serán el andamiaje básico de sus desarrollos posteriores.

En ese sentido, quizá una de las tesis más sugerentes de Caputo en torno a la relación que establece el creyente con lo divino está enmarcada en una interesante reflexión acerca de los alcances del nombre de Dios. ¿A qué llamamos Dios cuando hablamos de lo divino?, podría ser la pregunta. Está claro que la precisión de esta pregunta es determinante para el curso, no sólo de nuestra exposición: se trata de una pregunta capital para el sentido mismo de la teología y de la teodicea, por tanto. En esa línea, Caputo  distingue entre dos nociones capitales, a saber, las de nombre y evento. Los nombres, nos dice, “contienen eventos a los cuales les dan cierta estabilidad al guarecerlos en una suerte de unidad nominal. Los eventos, en cambio, son incontenibles: hacen patente que, finalmente, ningún nombre es capaz de captar la totalidad de un evento. El evento es por su naturaleza  móvil, nunca descansa” (TWG, 2). El nombre solo enuncia o, mejor, anuncia un evento por venir, una posibilidad futura. El nombre esboza lo que el evento terminará por inundar y trascender: lo importante, entonces, no es el nombre; sino lo que este anuncia, lo que sugiere sin capacidad de asir con claridad. Por ello, el nombre nunca puede ser tomado en su sentido literal. Conviene, más bien, una comprensión poética del mismo: una aproximación que no pretenda explicarlo sin más, sino que se deje impactar por lo inefable del mismo (TWG, 4). El evento, además, es algo que adviene, que nos acaece, que supera nuestro horizonte de expectativa: no se trata de un eslabón dentro de la cadena causal. “Es una irrupción, un exceso, un regalo más allá de la economía de las causas” (TWG, 4). Y, en ese sentido, “se trata de una promesa, un llamado, una solicitud que requiere respuesta, una oración por ser escuchada, esperanza por ser colmada” (TWG, 5). Así, Caputo se anima a decir que “el evento constituye la verdad del nombre” (Ibid.) Y aquí verdad tiene un matiz peculiar: “por la verdad del evento, me refiero a aquello de lo cual es este capaz, al futuro abierto e impredecible que el nombre oculta, a sus posibilidades incontenibles, que incluso pueden implicar malas noticias” (Ibid.). “Porque son incontenibles, los eventos son esencialmente impredecibles, lo que significa que su verdad es más parecida a la oscuridad que a la luz y que el evento por sí mismo es tan riesgoso como prometedor”. Es por ello que “la verdad es materia de oración, más que de epistemología” (TWG, 6).

Después de lo dicho, quiero permitirme algunas precisiones. Quiero hacerlo, además, después de esta última idea. Creo que no hay que hacer mucho esfuerzo para notar las diferencias profundas entre la aproximación de Caputo y de Leibniz. Hay muchas razones para explicar esto, de orden histórico, temperamental, etc.; todas ellas son valiosas, pero pretendo sólo concentrarme en la forma de abordar el problema teórico en el que de por sí hay ya distancias enormes. No voy a detenerme más que para un breve esbozo ya que esta es la tarea de la cuarta sección; sin embargo, algunas cosas pueden ser adelantadas. En primer lugar, una diferencia grande tiene que ver con el deseo leibniziano de acercarse a la cuestión de modo sistemático. Hay en él una fuerte impronta epistemológica y un interés manifiesto por la verdad en esa clave. Lo interesante es que los temas de Caputo no son distintos, pero sí es muy distinta su manera de aproximarse a ellos. En él hay una preocupación real por la cuestión de la verdad y Dios, mas su atención a estos problemas está centrada en una experiencia religiosa profunda y en su intención de responder al hombre de carne y hueso que sufre y que cree. Ello no quita cierta pretensión comprehensiva en su reflexión, aunque será de orden deconstruccionista y debilitado, claro. En segundo lugar, la aproximación de Caputo tendrá como objetivo poner en cuestión la concepción tradicional de Dios; posibilidad que Leibniz no se planeta. Esto es importante porque no significa que Caputo renuncie a la idea del Dios evangélico, todo lo contrario. A lo que renunciará será al Dios de la epistemología, el Dios de los filósofos del que tomaba distancia Pascal. Allí su influencia heideggeriana es evidente y explícita: se trata de la renuncia a una especulación onto-teológica. Habiendo hecho estas breves indicaciones, veamos cómo sigue el argumento de nuestro autor y hacia qué rutas nos conducirá.

Cabe preguntarse ahora, ¿qué implica hacer teología (o teodicea, podríamos decir) desde esta perspectiva? Pues si teología es hacer un discurso sobre Dios, diremos que haremos uno sobre el nombre de Dios. Lo que significa hacer hermenéutica del evento que se recrea en el nombre. Ahora, no se trata de una reflexión respecto del sentido semántico relativo al nombre, no es ese “significado” el que inquiere nuestro ejercicio hermenéutico: lo que examinaremos será lo que el nombre promete, aquello que invoca, aquello por lo que oramos. El evento de la teología es la teología del evento. Y, en ese sentido, podemos hablar de teología como un ejercicio, como una práctica, un movimiento, en buena cuenta, un evento de deconstrucción del nombre de Dios: “deconstruir el nombre condicionado para liberar el evento que no tiene condiciones” (TWG, 6). Luego, el nombre de Dios viene primero; pensar teológicamente emerge como una respuesta al modo en que este nombre irrumpe en nuestra vida. Como ya lo había dicho Gustavo Gutiérrez en otro contexto, la teología es siempre acto segundo: “es necesario situarse en un primer momento en el terreno de la mística y de la práctica, sólo posteriormente puede haber un discurso auténtico y respetuoso acerca de Dios”[2].

El modo en que hemos descrito el quehacer teológico configura un sentido de teología que bien podemos llamar débil. Opuesta, así, a una teología robusta y fuerte que es la que más predominio ha tenido en la tradición, excusada en la búsqueda de la verdad y en la necesidad de claras y distintas aproximaciones. Pero, lo que nos parece interesante aquí es notar que no solo se trata de un acercamiento metodológico, que de hecho no es; sino de una experiencia profundamente evangélica que podemos denominar, con San Pablo, la de la debilidad de Dios: “porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (1Cor 1, 25)”. Se trata de un pasaje enmarcado en una importante discusión en torno al problema de la sabiduría, la sabiduría de Dios como distinta a la de los hombres, la sabiduría que reside en la aparente necedad de la cruz. Pero, ¿no ha creído siempre la teología que Dios es todopoderoso?, ¿qué significa, entonces, esta compleja afirmación paulina?

Bueno, es justamente a partir de la diferencia establecida entre nombre y evento que Caputo tratará de responder a esta pregunta. Si el nombre de Dios implica un evento que es más una llamada que una causalidad, una provocación más que la presencia de una entidad determinada; si son así las cosas, la idea de un Dios como el ser más perfecto en el orden de la presencia, que preside todo el orden  de lo que es y de lo que se manifiesta debe ponerse en cuestión[3]. Si el nombre de Dios es principalmente lo que nos transmite un evento que lo trasciende, la preocupación del creyente deberá estar en tratar de responder a ese llamado, a esa provocación propia del evento implicado en el nombre. Luego, nótese el movimiento, nos concierne responder al nombre de Dios: a nosotros nos compete responderle, no a Él[4]. “El nombre de Dios es más algo que nos llama que una entidad identificable que nosotros podemos llamar, designar” (TWG, 10) [5].


[1] En adelante, cuando nos refiramos a Caputo trabajaremos sobre The weakness of God: A theology of the event. Indiana: Indiana University Press, 2006. Las citas se harán en el cuerpo del texto indicando las siglas, TWG, y añadiendo el número de página. En el caso de los textos en inglés, la traducción siempre es mía.

[2] Gutiérrez, G. Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job. Lima: CEP, 2004, p. 16. También, Gutiérrez, G. Teología de la liberación. Perspectivas. Lima: CEP, 2005. Particularmente el capítulo 1: “Teología: reflexión crítica” donde se desarrolla más ampliamente la idea.

[3] Recordemos cómo concibe Leibniz a Dios en la Monadología, se trata de una visión radicalmente contrapuesta a la de Caputo. Cf., en particular, el §86 y el §89 en los que se habla de la “ciudad de Dios” como una “monarquía verdaderamente universal” y de Dios como “arquitecto” y “legislador” de dicha monarquía, respectivamente.

[4] Esto, obviamente, necesita añadidos. Si Dios se revela, hay claramente una dinámica de “respuesta” de su parte; pero esta no está enmarcada, y eso es lo fundamental, en el ánimo de una revelación conceptual que cierre disputas acerca de quién es el Dios verdadero o qué es la verdad. Si algo nos dice Dios de sí mismo es, justamente, que es un evento que trasciende toda categoría humana. En palabras de L-F Crespo, se trata de una revelación “misteriosa no en el sentido de esotérica e inalcanzable, sino en el sentido paulino de misterio escondido de Dios que se revela en Jesucristo, dándose a conocer para nuestra salvación y no para satisfacer una curiosidad sobre su naturaleza. En la revelación, Dios no busca tanto decirnos alguna verdad o doctrina hasta entonces inasequible y desconocida: se dice a Sí mismo, se comunica Él mismo, se revela como «Bondad salvadora y amor a los hombres» (Tit 2, 11)”. Crespo, L-F. Revisión de vida y seguimiento de Jesús. Lima: CEP-UNEC, 1991, pp. 22-23.

[5] Recojo aquí unas líneas de Luis Bacigalupo que, creo, resumen de muy buen modo el problema al que nos estamos refiriendo. La cita corresponde a Bacigalupo, L. “Talking about religion in philosophy”, en: How should we talk about religion?: perspectives, contexts, particularities. Indiana: University of Notre Dame, 2006 (la traducción es mía, no tengo la página exacta porque accedí al texto vía el manuscrito original): “¿Para un punto de vista religioso, qué razón tiene preguntar por la naturaleza de Dios? ¿Cuál es el punto de determinar teológicamente Su naturaleza como perfecta, es decir, inmutable? En mi opinión, esto sólo expresa el deseo profundamente enraizado de saber aquello que los seres humanos no pueden saber. Si nosotros nos liberamos de esta humana, tan humana tendencia, podremos probablemente darnos cuenta de que Dios tiene que ser pensado como absolutamente justo, más que como perfecto. ¿Por qué justicia? ¿Por qué no perfección? Mi respuesta sería que la justicia tiene sentido para la vida práctica, mientras que la perfección como inmutabilidad no nos dice nada relevante para ella. Cuando la teología hace estas preguntas irrelevantes, se concibe a sí misma como una ciencia, lo cual la convierte en una pseudo-ciencia y desplaza sus preocupaciones por la experiencia religiosa a un segundo nivel de importancia. Mediante este cambio, la teología seguirá pensando acerca de “Dios”, pero esto la alejará de la relación personal con Él que es la que verdaderamente concierne a la racionalidad religiosa”.


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