Ahora bien, como indica Caputo, no hay que desestimar la intensidad existencial de la teología débil. La modestia de la propuesta en términos epistemológicos no implica en absoluto carencia alguna de pasión ni de vínculos con la existencia (TWG, 11). Todo lo contrario, este ejercicio hermenéutico de explicitación de pre-juicios[1] relativos a nuestra concepción de lo divino lo que hace patente es la fuerza que implica el nombre de Dios cuando se entiende este en términos de un evento sagrado que irrumpe en lo humano.
Así concebidas las cosas, hablamos de un Dios sin mayor poder, si es que poder se entiende aquí como fuerza y soberanía. En esos términos nuestro Dios es impotente. El poder de Dios es, en cambio, vocativo. Se trata de un impotente poder de provocación, un poder de solicitud, de llamado. Por lo mismo, se trata de un poder impotente desde los cánones de lo convencional: no tiene el respaldo de las armas ni de la fuerza y nada impide que simplemente nos demos vuelta y hagamos caso omiso a su llamada (TWG, 13). No tiene la fuerza para coaccionar ni para volver hechos sus llamados: es un poder impotente, no se trata aquí de la imagen ordinaria de poder como fuerza. Esta es la debilidad de Dios, en esto radica el sentido de la sentencia de Pablo. El Dios de la cruz es un Dios débil, es un Dios impotente ante los ojos del mundo. Y es ese Dios, no obstante, al cual nos referimos como rey y hablamos así, del reino de Dios. El tema es prioritario porque, de hecho, lo que entendamos por Dios tiene su manifestación expresa en lo que consideramos su reino. Luego, este poder impotente, esta fuerza que es debilidad solo puede hacerse patente cuando adquiere la forma de una narrativa concreta, una tal como la que se desarrolla en las palabras del nazareno cuando este invoca el Reino de Dios.
Nótese lo que decimos, el reino se pide, se llama por él: “que venga a nosotros tu reino”, reza la oración fundamental de la cristiandad. Lo sugerente, es que el reino de Dios es lo que Caputo gusta llamar una “sagrada anarquía”. El reino de Dios es el auge de la contradicción, del más sagrado y santo caos: amor al enemigo, últimos que se vuelven primeros, subversión del orden jerárquico establecido, reconstitución de lo sagrado, muerte de Dios[2]. Este es el reino que resultaba necedad a los gentiles, la locura de la cruz. Es esta la racionalidad detrás del evento. En ese sentido, y siguiendo nuestro esquema, “el reino de Dios pertenece a la esfera de la invitación, de la invocación, a la poética de la proclamación, del kerygma. El reino es proclamado en narrativas cuya verdad no es medida por los estándares de la exactitud historiográfica[3], de la verdad como correspondencia o adaequatio, para el reino, el significado de la verdad es facere veritatem. La verdad del evento es un hecho, algo que hacer, que traducir en la carne de la existencia. Estar en la verdad significa ser transformado por un llamado, el haber sido convertido, el haber recibido un nuevo corazón” (TWG, 16)[4]. La referencia es aquí a Agustín. Caputo lo siente siempre muy cercano y es uno de sus héroes comunes en la reflexión, como suele decir. Los ecos jamesianos, si bien no directos, también se escuchan por estas galerías. En el fondo no se trata de una gran novedad: es el sentido mismo de la Escritura que llama, que invita a que acontezca el amor, que se haga la caridad, que venga tu reino, Señor. La voz de Gutiérrez, finalmente, tampoco suena lejana: la justicia de Dios es el amor que libera y que libera inclinando el oído ante el llamado del que sufre, al que sufre se le quiere con preferencia. No es un amor que excluye, pero es un amor que prefiere primero a los últimos. Así funciona el logos de la cruz. La liberación no es otra cosa que eso, una oración: que venga tu reino, que acabe el egoísmo, que cese el sufrimiento.
El nombre de Dios, el evento que este oculta es una invitación, un llamado. ¿A qué? Al amor. Recordemos: Dios no tiene el poder que cree el mundo, no es una fuerza imperturbable y soberana. Se trata del Dios que muere en la cruz. Por eso es débil, por eso su poder es impotente: no conmina, no fuerza; solo invita. De allí la valía de la experiencia por encima de toda teología: sin experiencia de Dios las manos se quedan atadas, los oídos sordos y esquivamos la mirada cuando nos interpela el dolor del otro. La religión es para los amantes, dice Caputo, quien no ama no sabe de religión. Solo el que se deja cautivar por el llamado, aquel en quien irrumpe con verdadera fuerza el evento es capaz de mirar los ojos y tomar las manos del otro. Sólo así acaece la verdadera liberación: a través de un movimiento profundo consecuencia de la irrupción del evento fundante, de la opción de creer en un Dios que libera y que experimenta en sí mismo la más profunda debilidad, aquella que lo conecta al que sufre mediante las manos del prójimo. Ahora bien, todo esto no implica la renuncia de la acción de Dios en la historia, sólo la redimensiona: “la eficacia transformadora de la presencia de Dios en la historia es real, pero sin violentarla, ni suplantar las responsabilidades e iniciativas humanas. Es, más bien, una exigencia y una conversión para una acción histórica nueva, conforme a su palabra y a su voluntad. La palabra de Yahvé a Moisés es clara: «Yo te envío para que saques a mi pueblo […] Yo estaré contigo» (Ex 3, 10; 12), pero de ninguna manera le dice: Yo lo haré en vez de ti”[5].[6]
[1] Insisto aquí, como lo hace también Gadamer, en que es fundamental rehabilitar el significado de “prejuicio”. Lo entiendo en este contexto del mismo modo en que él lo hace: “un juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes” (Gadamer. Verdad y Método. Salamanca: Sígueme, 2005. p. 337).
[2] Aquí Leibniz podría entrar en un doble sentido. Por un lado, podría vérsele como una radical adversario de la tesis de Caputo, en tanto el primero piensa que todo está regido por un orden causal ordenado y definido. Por el otro, podría aceptarse que Leibniz también comparte la base de la tesis evangélica invocada por Caputo, bajo la premisa de que Dios hace todo con razón suficiente y que, por tanto, esa “sagrada anarquía” no es más que una caracterización humana de un proceso ordenado en el cual la infinita bondad de Dios se pone de lado de los débiles. Es complejo pronunciarse porque la aproximación de Leibniz al problema juega siempre con los dos niveles.
[3] Sobre lo mismo, comenta Wittgenstein: “Por extraño que suene: podría probarse que los relatos históricos de los Evangelios son falsos en sentido histórico y con ello la fe no perdería nada; pero no porque se remita quizá a «verdades racionales universales», sino porque la prueba histórica (el juego de palabras histórico) nada tiene que ver con la fe. Esta noticia (los evangelios) es aprehendida por la fe (es decir, el amor) de los hombres. Esta es la certeza de este dar-por-cierto y no otra cosa. Con respecto a estas noticias, el creyente no tiene ni la relación que tiene con una verdad histórica (verosimilitud), ni con una teoría de «verdades racionales». Así es. (Hasta con respecto a los distintos tipos de lo que llamamos poesía se dan posiciones muy diferentes)”. Cf. Wittgentein, L. Aforismos. Cultura y valor. Madrid: Espasa Calpe, 1996. Tr. de Elsa Cecilia Frost. Prólogo de Javier Sádaba), Af. 170. También son importantes el 166, 167 y 168.
[4] Uno podría replicar que esto depende del modo en que cada cultura conciba a Dios, por ejemplo. La concepción griega de los dioses es, como sabemos, harto distinta de la cristiana o de la de los grandes monoteísmos, al menos. En efecto, ese es un problema evidente del argumento. A él respondería de la siguiente manera: me parece que Caputo ha restringido su reflexión al Dios de la revelación cristiana voluntariamente al suponer que hay en Él los elementos constitutivos de una divinidad que pueda ser pensada para el despliegue más pacífico y constructivo de la humanidad toda. En todo caso, se trata de un ejemplo que, para él, reúne argumentos suficientes para hablar de esa sagrada anarquía que valora como una genuina invitación de una genuina divinidad posible (de todos modos, estas precisiones se complementan con los apuntes de la cuarta sección en relación a la pregunta de San Agustín). Yo creo que aquí sucede algo similar a aquello que pasa con la circularidad del argumento de John Rawls en Liberalismo Político. Ante la crítica, Rawls, en un acto de honestidad intelectual, se ve forzado a restringir los alcances de su teoría de la justicia y al hacerlo reconoce que ella es una reflexión situada y culturalmente fundada. No obstante, no está dispuesto a renunciar al hecho de que aún siendo así las cosas, la teoría es capaz de generar la más sana convivencia y el despliegue, potencial, más pleno para las diferencias en un clima de pluralismo razonable. Como digo, al hacer esto, Rawls se compra problemas en torno a la validez y al alcance del argumento. Sostengo que a Caputo le sucede exactamente lo mismo, aunque no recuerdo haber leído en sus textos que se problematice directamente sobre esto. Sin embargo, ello no quita el valor de la posición de ambos autores. Para ver este tránsito en la posición de Rawls, cf. Liberalismo Político. México: FCE, 2006. Podemos encontrar un buen resumen del problema en la Introducción, pp. 9-26. Para un estudio algo más detallado de este tema y de toda la discusión alrededor del mismo, cf. Mulhall, S. El individuo frente a la comunidad: el debate entre liberales y comunitaristas. Madrid: Temas de Hoy, 1996.
Otra forma de pensar este problema es mediante una aproximación pragmatista a la divinidad. Sin embargo, con el tiempo, empiezo a creer que es quizá un acercamiento menos provechoso. En todo caso, James nos ofrece una mirada inteligente del problema con una respuesta bastante sugerente, pero que debe ser un poco complementada y matizada. Cf. James, W. Las variedades de la experiencia religiosa. Estudio de la naturaleza humana. Barcelona: Península, 1994. Para él, la divinidad “significará aquella realidad primaria a la que el individuo se siente impulsado a responder solemne y gravemente […]” (p. 39).
[5] Crespo, L-F. Op. cit. pp. 26-27.
[6] Para una reflexión más integral sobre el sentido de la liberación en la historia y el carácter del llamado a la opción preferencial por el pobre, cf. Gutiérrez, G. Teología de la liberación. Perspectivas. Lima: CEP, 2005. pp. 113-114, en las cuales se habla de los tres niveles interdependientes de liberación. También en el mismo texto es relevante la conexión que hace Gutiérrez entre creación y salvación, comprender ese proceso abona a favor de nuestra lectura del problema, cf. capítulo 9, “Liberación y salvación”, particularmente la idea de “una sola historia”. No resulta carente de interés contraponer esta idea de unidad de la historia del teólogo peruano con la idea de la ruptura de la unicidad de la historia en Vattimo, G. “Posmodernidad: ¿Una sociedad transparente?”, en: Vattimo, G [et. al.] En torno a la posmodernidad. Bogotá: Anthropos, 1994. Aunque, si uno afina la mirada, puede ver más puntos de contacto que de divergencia. Finalmente, para una aproximación teológica con una entrada algo distinta al problema de la salvación, cf. Torres Queiruga, A. Recuperar la salvación: para una interpretación liberadora de la experiencia cristiana. Santander: Sal Terrae, 1997. Es particularmente propicio, para los fines de este trabajo, revisar el apartado dedicado al problema del mal. Las tesis allí vertidas, esta vez desde el ángulo de la teología católica y no ya desde la mirada de la filosofía preocupada por materias teológicas, avalan de muy buen modo la sugerencia en contra de la omnipotencia de Dios que aquí venimos haciendo. Aunque, curiosamente, uno de los argumentos que utiliza para ello es también leibniziano, aunque no de modo explícito. Aquel que relaciona Leibniz con la idea de mal metafísico: es imposible crear un mundo donde no haya mal ya que el mundo, en tanto creado, es esencialmente imperfecto.