En este contexto, Locke retruca con una tesis que será determinante en el resto del texto y que es uno de los pilares de la filosofía de Leibniz, de allí la necesidad de este breve excursus. El empirista indica que es extraño que haya verdades de tal envergadura y que, sin embargo, no las conozcamos (Ibid., §5). A esto, Leibniz responde con el importante argumento de lo que podríamos llamar el conocimiento virtual: hay un sinnúmero de conocimientos de los cuales no nos apercibimos siempre. Esta tesis es relevante porque nos confronta con dos posiciones distintas sobre el pensamiento[1]: para Locke el conocimiento implica pensamiento en pura actualidad (cf., por ejemplo, I, i, §26); para Leibniz, en cambio, conocemos muchas cosas pero no todas las pensamos a la vez (porque las ideas son objetos y no meras formas del pensamiento[2]). Hay, para Leibniz, una importante diferencia entre virtualidad y actualidad del conocimiento que Locke no parece notar. Por tanto, no existe contradicción entre el hecho de que tengamos ideas innatas y que no nos apercibamos de ellas: ellas están en nosotros, mas no han sido actualizadas aún (de hecho, Leibniz sostiene que tenemos siempre percepciones insensibles o pequeñas percepciones que no notamos). Nuestra capacidad de hacerlo dependerá de nuestro nivel de atención, pero su verdad y necesidad es independiente de que nos apercibamos de ellas. Pasaremos a examinar este tema con más detalle cuando presentemos cómo concibe nuestro autor a las mónadas. Por ahora baste con lo dicho para sacar algunas conclusiones preliminares.
Me interesa volver sobre las verdades de hecho ya que ellas refieren a lo que es, pero, como decía Aristóteles, pudo ser de otra manera. Se trata, pues, del ámbito de la posibilidad del que habíamos estado hablando, lo que nos devuelve a la cuestión de nuestro mundo, el mejor de los posibles. Como se sigue de la exposición presentada, la existencia no es necesaria; sino posible, en tanto refiere al ámbito de la contingencia y no al de las proposiciones idénticas como el de las verdades de razón. En ese sentido, si el llamado a la existencia de nuestro mundo no era necesario, ¿por qué existe este y no algún otro? Porque las verdades de hecho, como la existencia de nuestro mundo, se rigen bajo el principio de razón suficiente: “en virtud del cual consideramos que ningún hecho puede ser verdadero, o existente, ningún enunciado verdadero, sin que haya una razón suficiente para que sea de ese modo y no de otro”[3]. El principio de razón suficiente indica que nada sucede sin un fundamento, sin una razón por la cual deba ser así y no de otro modo. Este es un principio esencial en la filosofía de Leibniz e inseparable de la idea de un universo creado. Dios es, a la larga, la razón que fundamenta lo que existe: ese es el sentido de causa final que tanto Locke como Leibniz dan a la razón en los NEEH[4]. Así, la única forma de ofrecer inteligibilidad a las verdades de hecho es a través de este principio de razón suficiente que en última instancia se reduce a la voluntad de Dios[5]. De ahí que, sobre estas verdades no haya ninguna certeza más que en la mente del Creador.
Quiero añadir ahora otra línea de razonamiento complementaria a la hasta aquí desarrollada. Hemos dicho ya que nada sucede en el universo sin que haya alguna razón. Se trata del principio de razón suficiente que, a la larga, nos conduce hasta la figura de Dios y su relación con el curso del universo. Ahora bien, al principio de razón suficiente así planteado parece estar incompleto, i. e., se nos indica que las cosas suceden siempre por una razón, pero “no nos dice por sí mismo cuál fue la razón suficiente en uno u otro caso”. De esto se sigue que hace falta algo más que permita dar contenido a este orden causal: “Leibniz encuentra ese principio complementario en el principio de perfección”[6]. En palabras de Leibniz: “la verdadera causa por la que existen ciertas cosas y no otras ha de derivarse de los decretos libres de la voluntad divina, el primero de los cuales es querer hacer todas las cosas del mejor modo posible”[7].
Como ya se puede sospechar, he tratado de conducir poco a poco el argumento hacia las tensiones que de él se derivan. Creo que hemos llegado ya a una primera, la plantearé con alguna mayor claridad. Si Dios, en efecto, crea el mejor de los mundos posibles porque así lo manda la sabiduría divina; y si, además, todo en el mundo sucede según el orden de la razones que en el fondo nos conducen al creador como el fundamento de todo lo existente, la pregunta que se sigue es: ¿según estas condiciones, cómo podemos hablar de libertad? Un mundo en el cual todo está causalmente estipulado y teleológicamente ordenado parece dejar poco espacio para la libertad de la acción. Ahora bien, nuestra exposición aún no le ha hecho suficiente justicia a Leibniz sobre el particular. Es menester, aún, explicar una serie de elementos adicionales a este problema para ver si efectivamente debe considerarse como tal. Lo primero que propongo es dar una breve mirada al modo en que concibe Leibniz al ser humano —el supuesto actor sin libertad— y, luego, ver también la importante diferencia leibniziana entre necesidad y determinación.
[1] Tema en el que estará concentrado el debate del libro IV, sobre todo en relación a las concepciones disímiles de la razón. Cf., por ejemplo, el Capítulo XVII.
[2] Importante precisión al inicio del libro II que marca una distancia fuerte con Locke y cierta cercanía con Descartes y las distinción usada en la primera presentación del argumento para la prueba de la existencia de Dios en las Meditaciones Metafísicas (cf. Meditación tercera: realidad formal vs. realidad objetiva).
[3] Leibniz, G.W. Monadología. En: Tres textos metafísicos. Bogotá: Norma, 1992. Traducción de Rubén Sierra Mejía. § 32, p. 76.
[4] Así dirá Filaletes en los NEEH, IV, xiv, §1: “Considera que algunas veces “significa principios claros y verdaderos, otras veces conclusiones deducidas de dichos principios, y en ocasiones la causa, y en particular la causa final. Aquí la consideramos como una facultad, mediante la cual se supone que el hombre se distingue del animal”.
[5] Cf. Copleston, F. Op. Cit. p. 263.
[6] Ibid., p. 265.
[7] Citado en Copleston, F. Op. Cit. p. 266.