Revista Cine
Hace poco volví a ver completa -por tercera ocasión, según mis cuentas- Lejos del Cielo (Far from Heaven, EU-Francia, 2002), cuarto largometraje de Todd Haynes. Una de mis cintas predilectas de la década pasada -aquí está mi top-25, por cierto-, Lejos del Cielo me ha parecido, con cada nueva revisión, más rica, más interesante, más lograda.
Una re-elaboración de la obra maestra de Douglas Sirk, Lo que el Cielo Nos Da (1955), y de su provocadora re-invención fassbinderiana Alí o el Miedo Devora las Almas (1974), Lejos del Cielo aparece ahora, vista a casi una década de su realización, acaso como un soberbio ensayo premonitorio de lo que será (ojalá) su próxima miniserie dirigida para HBO, Mildred Pierce (2010) y, hasta cierto punto, una suerte de influencia de la espléndida teleserie Mad Men, ubicada más o menos en la misma época aunque en diferentes escenarios. Lejos del Cielo y Mad Men comparten, de hecho, una visión muy similar de sus respectivas tramas: la narración visual se construye desde una prudente distancia, pero nunca se permite resbalar en la ironía postmoderna ni en la condescendencia argumental.
Lejos del Cielo se separa de sus predecesoras fílmicas ya mencionadas al agregar un elemento adicional clave que, milagrosamente, no terminó por desbarrancar la cinta. Me refiero, por supuesto, a que aquí la protagonista no es una viuda sino una satisfecha mujer de familia, con dos hijos pequeños y felizmente casada... pero con un homosexual de closet. El hecho de que la aparición de la homosexualidad como una "enfermedad" psicológica/social no se haya "comido", dramáticamente hablando, a la historia principal, habla bien de Haynes como un virtuoso guionista/cineasta que logró aquí un equilibrio perfecto.
Estamos en Hartford, Connecticut, en 1957. Cathy y Frank Whitaker (extraordinarios Julianne Moore y Dennis Quaid, este último criminalmente ninguneado, pues ni nominación al Oscar mereció) son vistos como la pareja perfecta por sus amigos, vecinos y la comunidad entera en la que viven. Sin embargo, más allá de esa idílica realidad de las secciones de sociales en las que suelen aparecer los dos, hay sombras que empiezan a aparecer entre ellos: por un lado, la homosexualidad reprimida de Frank, que nos indica un mundo no nuevo pero sí desconocido para las grandes mayorías; y la presencia de un apuesto jardinero viudo afroamericano, Raymond Deagan (Dennis Haysbert), que señala la irrupción de otro mundo tampoco nada nuevo pero igualmente invisible para Cathy y los suyos: el de los negros y la lucha por los derechos civiles, un movimiento que, en la década siguiente, dividiría al país entero.
En Lejos del Cielo Haynes se acerca a dos tabús de la época: no sólo al amor interracial entre una mujer blanca y acomodada y un hombre negro y de clase media, sino a la aparición del homosexualismo dentro de la "normalidad" familiar, una "desviación" que Frank habrá de combatir inútilmente, para decirlo en palabras de Madame Yourcenar. La lúcida posición de Haynes ante este doble desafío a la moralidad convencional de ese lugar y de esa época es devastadora: finalmente, Frank podrá rehacer su vida con el jovencito que ama -después de todo, será gay pero es hombre: puede cambiar de ciudad, olvidar a los hijos, transformar su vida-, mientras Cathy ve cómo todas las puertas se cierran a su alrededor. Algo similar le sucede, de hecho, al propio Raymond con su gente. Dicho de otra manera: hay de prejuicios a prejuicios, hay de roles a roles, y el de ama de casa y de raza blanca es, en este contexto, el más castrado/castrante de todos. Raymond mismo, en el desenlace, está a punto de iniciar otra etapa en su vida. Cathy no parece tener esa oportunidad.
Haynes, decía arriba, dirige desde una prudente distancia. Se toma en serio la historia que está contando -no hay un solo guiño irónico/estilístico en la puesta en imágenes-, sin llegar al pastiche o a la beatería por Sirk y el cine de los años 50. Hay un reproducción cuidadosa del estilo narrativo de los woman's films sirkianos, tanto en la elegante cámara de Edward Lachman y sus colores otoñales, como en la música original, escrita por el veteranísimo Elmer Bernstein -que, aunque empezó a trabajar precisamente en la década de los 50, su estilo musical siempre ha sido muy diferente.
Es en el desarrollo de la trama y en la propia la visión de Haynes que la cinta se vuelve contemporánea: esa imagen de Dennis Quaid alcoholizado (des)cubriendo su homosexualidad reprimidad, ese sórdido bar gay que es fotografiado entres sombras y colores intensos, ese aparecer de una comunidad negra tan (in)visible frente a los ojos de toda la comunidad WASP, ese desenlace dolorosamente realista que es firmado por un soberbio movimiento de grúa y una música ad-hoc desbordada... ¿Y dónde quedó el final feliz?