Aunque sea un tanto chusco reconocerlo, me hice beatlelómano a través de unas cintas de casete, versión cover, de un hermano mío. Las escuchaba una y otra vez en un magnetófono que nos había traído un amigo de mi padre desde Canarias. Comenzaba la década de los 70 y yo apenas superaba la decena de años. Aquel grupo imitaba casi a la perfección a los de Liverpool, por lo que hubo de pasar cierto tiempo para que detectase el señuelo. Ocurrido esto, comencé a profundizar en su discografía. Ellos ya lo habían dejado, cada uno volaba por su cuenta y yo no acertaba a comprender el motivo por el que se disolvía una sociedad que daba pingües dividendos. Fue entonces cuando, por alguna que otra influencia, comencé a odiar, como tantos otros, a Yoko Ono, responsabilizándola de la desestabilización del cuarteto debido al profundo influjo que ejercía sobre la personalidad de John Lennon. Fue así como me incliné por la figura de Paul McCartney, al que siempre vi como el más coherente, como la cabeza mejor amueblada de los cuatro, y sobre todo en lo que al negocio se refiere.
Mas el asesinato de Lennon en 1980, recién llegado yo al mundo de la radio, me hizo volver sobre él. Fue en aquellos días en los que el genio había parido canciones como Woman, un hermoso himno a la mujer y al que es muy difícil resistirse. Solía decir que las canciones que le gustaban eran aquellas que se sostenían por sí solas por la letra, y que no precisaban melodía. Comprendí entonces que él encarnaba el espíritu verdadero de los Beatles, y más cuando su precipitada ausencia, con apenas 40 años sobre la Tierra, prolongaría su leyenda. “Ser genio es dolor”, llegó a dejar dicho de forma premonitoria.
George Harrison nos legó algunas canciones preciosas, como My Sweet Lord o Give me love. Y Ringo Starr siempre fue el cuarto beatle; durante y después de la disolución del grupo. Con todo, se nos haría muy complicado entender el mundo de la música actual sin el trascendental concurso de quienes marcarían, y eso sí que no es un tópico, un antes y un después, y no sólo en esa esfera; también en nuestras propias existencias. Como Elvis Presley, por ejemplo, con quien competirían en su momento por el entorchado de ser los reyes de la melodía pop-rock.
Grandilocuente como era, Lennon dijo creer en pocas cosas; cuando una vez le preguntaron al respecto, aseguró sin dudarlo: “No creo en los Beatles; no creo en Elvis; no creo en el Mantra; no creo en Zimmerman; no creo en la Biblia; no creo en Jesús; sólo creo en mí, en Yoko y en mí”. Así era aquel hombre que murió demasiado joven, de una forma tan extraña como estúpida, quien supo en el fondo entender la dualidad del que llega a coronar la cima de la montaña sin perder la perspectiva, aseverando cosas como que había días en los que se sentía como un perdedor y otros como un todopoderoso. Como cualquier ser humano, al fin y al cabo.