Cuando salía del colegio volvía a casa caminando despacito. Tal vez caminaba despacito porque era un niño tranquilo, sin prisa. Tal vez lo hacía con pausa, para disfrutar cada palmo de acera conquistado por sus diminutos pies de infante. A lo mejor, avanzaba lentamente para escuchar el anárquico palpitar de esa gran ciudad en la que vivía, con su sístole, motor de los vehículos, y su diástole bullicio de masas. Probablemente fuera para acercarse a la verdad de los segundos convertidos en minutos que se dilataban impidiéndole llegar temprano. O tal vez… sólo tal vez… sin creerlo probable, caminaba despacito porque sabía que entre los ojos del cinturón doblado que sujetaba su padre para darle la bienvenida no cabían los rayos del sol.
Texto: Miguel Pereira Rodrigo