Cuando abrió el libro, notó, al leer por encima las primeras palabras, que le sonaba conocido lo que estaba sintiendo. Todas las letras que subrayaba con sus sorprendidas pupilas dispuestas a estallar, una a una, fueron atravesándolas intentando alcanzar su nervio óptico. Como una manifestación no organizada, la mayoría enfilaban abrazadas gritando frases y significados cristalinos. Las pestañas se agitaban como ramas bajo un huracán, un torbellino de caracteres, algunas de ellas intentaban salirse, sin quererlo; se perdían entre el caos de la multitud o en algunas ocasiones, pasaban desapercibidas por ignorancia o el flujo turbulento de la velocidad de la lectura, ni siquiera les permitía la entrada. Estas, esperaban su oportunidad, se alojaban en el regazo del inconsciente que las esperaba y abrazaba. Por eso, muchas veces volvía atrás cuando el hilo se rompía, y pasaba como un rodillo, nivelando el terreno y recogiendo a las extraviadas, ideas sin texto o imágenes sin colores. Entonces, evocó el origen del recuerdo, intento imaginar la noche pasada cuando el rastreo de la representación que se abría al pasar las páginas experimento una metamorfosis. Las imágenes de caligrafía en arial, primero explotaron alcanzando relieve para ir, a continuación creciendo, enjaulándole en otro espacio y tiempo. Catarsis, expulsión de las preconcebidas por el blanco y negro, otra vida en otra historia de otro mundo. Un sabor suave, una fragancia hallada, el sonido de un sueño a olvidar cada día hasta derrocar la tiranía del pasapáginas. Sin notarlo las páginas se vuelven borrosas y no le da tiempo a cerrarlo, se le resbala de las manos y quedó abierto mostrándose a la madera rancia del suelo de su habitación.
Texto: Ignacio Alvarez Ilzarbe