Dicen de él que es un poeta del obrero, del inmigrante, del marginado, que la suya es una voz irreverente, contestaría, revolucionaria. Lo cierto es que su poesía es longeva y original, y que lleva casi un siglo de vida escribiendo de manera incansable, gozosa. Su nombre, sin embargo, parecía anclado en el anonimato, tal vez amparado en su refugio vital en Tablada de Lurín, en el extremo sur de Lima. Algo que La Casa de Literatura Peruana se ha empeñado en revertir ahora, al concederle su mayor premio honorífico el pasado mes de abril. Un sentido homenaje que pone de manifiesto que “sí, se puede”, como insiste en repetir su hija Gladys, honrada de que su padre haya obtenido su merecido reconocimiento institucional a los 96 años. El pulso poético vibra ahora con fuerza entre los arenales de la periferia limeña.
Un español, una peruana y un venezolano atraviesan la polvareda del sur de Lima en busca de un poeta que luego de publicar varios libros (dos de ellos escritos en prisión), de crear un movimiento intelectual en su taller de baterías, de involucrarse en las luchas sindicales y de participar en los conflictos armados de su época, se fue a vivir lejos de la ciudad. Un poeta que hasta el 2014 tenía tres décadas sin publicar en editoriales, por hacerlo de manera artesanal, y que este año ha obtenido el Premio Casa de la Literatura Peruana.
Van dejando atrás Villa María del Triunfo, su mercado de pescado, sus carteles chicha, esa pista que parece sacada de una zona de guerra. Van dejando atrás también el caos y el ruido, el mismo que le amarga la cara al poeta cuando recuerda que parte de la celebración es tener que salir de su casa a lidiar con el estrés de la ciudad. Una ciudad que se siente muy lejana cuando por fin llegan frente al portón marrón que los está esperando, entreabierto, en La Vieja Tablada.
Leoncio Bueno (1920) es uno de esos personajes tan fascinantes que uno siente la necesidad de conocerlo para ver quién es la persona que está detrás de la historia. De pie en la puerta de su casa, con una camisa impecablemente planchada y una sonrisa diáfana, rodeado de árboles con frutos y flores de distintos colores que contrastan con el desierto circundante, pareciera difícil encajarlo con esa imagen del poeta proletario, del gran outsider de la poesía peruana.
Pero lo es. “Soy un hombre extraño para el mundo de las letras”, dice cuando comenzamos a conversar en la terraza soleada donde reposa una máquina de escribir que ha pasado a retiro hace bastante tiempo. A diferencia de sus contemporáneos, pertenecientes a la clase media limeña y con formación académica, Leoncio nació en la hacienda La Constancia, provincia de La Libertad, y trabajó desde los 9 años como peón agrícola; allí conoció a obreros anarquistas venidos de Chile que estimularon su interés por la política y la literatura.
Un vínculo que se prolongará, el de poesía y lucha política, a lo largo de su vida, hasta este momento en que, sentado en la terraza, brillan sus ojos mientras habla del escenario político actual y lo vincula, con inteligencia e ironía, a sus fracasos y desencantos. “Primero soy anarcosindicalista, después soy aprista, después soy milico; fui comunista, trotskista”, enumera.
Esa intensa y cambiante carrera política, además de llevarlo a fundar el Partido Obrero Revolucionario junto a otros trotskistas, lo hizo visitar tres veces la cárcel. En la última, la más prolongada y que duró hasta 1952, salió como él mismo dice “con dos libros debajo del sobaco”, Cuadernos de un condenado y Al pie del Yunque. Ya en el 50, su poema La sinfonía roja había aparecido en la antología de Guillermo Rouillón, Presencia y actitud de nuestros poetas durante la guerra.
Durante los siguientes veinte años pudo involucrarse cada vez más en la actividad creativa, publicando media docena de libros, recibiendo una mención honorífica del Premio Nacional de Poesía (1973) y del Casa de Las Américas (1975), ambos principiados por el apoyo incondicional del también poeta peruano Arturo Corcuera, quien pasó a máquina uno de sus poemarios al que también decidió imponerle un título: Rebuzno propio.
Pero el poeta nunca dejó de ser un obrero, y hasta el 74 trabajaba paralelamente en su taller de baterías El Túngar, en Breña, donde de hecho llegó a fundar el Grupo Intelectual Primero de Mayo. “He sido un trabajador manual, y lo sigo siendo”, dice mientras se mira las manos. Luego vino el exilio en La Tablada de Lurín, los libros artesanales y, por supuesto, la indiferencia de la crítica y la historiografía literaria peruana.
Resultaría fácil decir que Leoncio Bueno es un autor difícil de ubicar en el panorama literario del Perú, pero lo cierto es que ni siquiera había aparecido en la foto hasta hace muy poco, salvo un puñado de alusiones esporádicas o algún especialista que se ha dedicado a revaluar su obra y su figura. Ojalá este hombre, que nos despide con un abrazo y con la sonrisa que nunca pierde, no caiga en el olvido luego del premio. Tal vez, como le debemos un hígado a Bolaño, también le debamos una entrada en Wikipedia a Leoncio.