Leopoldo María Panero retratado en 1984 por Chema Conesa. Tomada de aquí.
0. Leopoldo María Panero,
precedido de una leyenda a la que a veces se llama vida,
tal día como ayer,
un seis de marzo del año catorce del primer siglo del tercer milenio
(según los cómputos más a mano),
entraba y se adentraba
en la nada redonda a la que algunos llaman eternidad.
1. Al conocer, la otra tarde, la muerte de Ana Maria Moix, el primer nombre que se me vino a la cabeza, antes incluso que el de su hermano, fue el de Leopoldo María Panero. Y de forma absurda. Porque la frase que realmente se formó en mi mente fue: «Vaya, Panero se ha quedado viudo». Recordaba sin duda lo leído sobre la enorme fascinación que, al llegar a Barcelona, un joven Leopoldo María, poseído de toda la fuerza de un Narciso que en vez de sangre en las venas tuviera palabras, había sentido por alguien «que no podía corresponderle». No fui el único que tuvo semejante idea, como pude comprobar nada más darme una vuelta por los blogs. Hay líneas de sensaciones o sugerencias que parecen moverse de forma transversal. Es así. Aunque no sea fácil entenderlo. Y menos explicarlo.
2. Tampoco al conocer la muerte del poeta al que mejor cuadra, tópicamente al menos, el nombre de maldito, mis recuerdos, aunque solo míos, son muy originales. Todo el mundo comparte con gran facilidad sus vivencias en forma de ocurrencias. Y es un gran consuelo y un enorme fastidio saber lo mucho que nos parecemos en lo obvio. Solo vi de cerca y hablé una vez con Leopoldo María Panero, si se descuentan las abundantes noches o tardes pasadas con sus libros. Fue tal vez un día de marzo o abril de 1981, a la caída de la tarde, en El Parnasillo, un conocido cafetín del barrio de Malasaña de Madrid. Entonces lo frecuentaba con amigos, o con mi novia, a veces para beber absenta. El poeta, que se había hecho famoso por la película de Chávarri que puso nombre al sentimiento predominante en los años inmediatamente posteriores a la muerte de Franco (¿qué fue antes, el título o el clima?), estaba apoyado sobre la barra, a la entrada, visiblemente borracho o colocado. Yo llevaba en la mano unos cuantos ejemplares de una publicación que editábamos por entonces un grupo de amigos, y le regalé uno. Él lo miró, leyó (o declamó) el título en voz alta, lo abrió, pasó alguna página y lo dejo a un lado en la barra. Traté de conversar con él, pero enseguida me di cuenta de que no era posible. Así que le dije algo amable y me marché, no sin antes hacerle un gesto hacia el libro, como indicándole que no lo olvidara. Lo que probablemente haría. Algunos días después (o antes), le había oído leer sus poemas en una de las tertulias a las que solía ir por entonces, tal vez en Puente Cultural. Recuerdo que no me gustó nada su forma de recitar. Aunque seguí admirando y leyendo sus poemas. Y sus cuentos: las narraciones que componen En lugar del hijo siempre me han parecido un punto y aparte en la cuentística española. Un cruce entre Lovecraft y Poe, a través de la mirada de JM Barrie, el creador de Peter Pan. «El terror es la carencia de un rostro a la hora de arrancar las máscaras». Recuerdo bien el impacto que ya entonces me produjo esta frase, asociada a ese libro. Aún hoy creo en su clarividencia.
3. Ayer jueves tenía previsto asistir en la Fundación Juan March a una conferencia de Pere Gimferrer. Según las nuevas normas de la fundación, había reservado las entradas que debería validar unos minutos antes del acto. El miércoles recibí en mi correo electrónico un aviso de que el conferenciante había suspendido su intervención. No me consta que haya ningún vínculo entre esa suspensión y las muertes, tan azarosamente cercanas, de Ana y Leopoldo María. Tal vez sólo el hecho de que Gimferrer puede ser considerado el vértice mayor del triángulo que los une. Algo así como el punto 0 de los novísimos, con sus nueve letras.
4. No sabía si aún estaría en su sitio, después de tantos años, pero sí. En el lugar correspondiente de la estantería pude localizar la carpetilla azul (Centauro, modelo 7825) en la que hace décadas un amigo de entonces, pariente del poeta, me regaló cuidadosamente fotocopiados dos de los primeros libros de poemas de LMP, Teoría y Así se fundó Carnaby Street. Al deplazar las gomas y abrir la carpeta, se formó en el aire una pequeña nube de polvo. Al trasluz, me pareció que las motas danzarinas creaban algo así como la mueca desdentada y aburrida con que el poeta aparece en algunas de sus últimas fotos. En mi recuerdo, sin embargo, su aspecto es más bien el de la foto de Chema Conesa que he colgado arriba. En ella comienza a hacerse visible el deterioro. Pero no hay todavía ningún rastro de las devastaciones de la supervivencia.
5. Al final, es posible que a todos nos venza la desgana. El desencanto, desde luego, hace tiempo que resulta insuficiente para contener tanto desastre.
6. Como ha escrito de forma atinada el poeta Antonio Lucas, alguien deberá atreverse a cribar alguna vez tanta facundia, abismarse en las resmas de tanta letra impresa. Y ver qué queda. Desde luego, y como mínimo, un buen monto de imágenes brillantes que han ahondado, siempre con gran vuelo retórico y también con muchos momentos de hermosa o hiriente lucidez, en los inconvenientes de haber nacido hijo. De padre y madre. Y no ser capaz de superarlo. ¿Pero alguien lo supera?