Les Misérables (Tom Hopper, 2012) aparecerá en muchas listas de los que anticipan las nominaciones a los Oscars. Cuenta una “gran historia”, se encuadra dentro de una producción notable, y se apoya, a ratos, de modo exclusivo, en un reparto que lo pone fácil para que le caigan varios premios. Ahora bien, con la posibilidad de que comparemos otras adaptaciones de la novela de Victor Hugo, la película genera más de una duda, también acerca de la supuesta calidad de la obra musical original.
No se le puede reprochar lo que ya estaba ahí en la pieza del escritor francés: Les Misérables es un melodrama en toda regla. Con un protagonista muy bueno, Jean Valjean (Hugh Jackman), y un antagonista muy malo, Javer (Russell Crowe). Con una serie de situaciones a cual más dramática, resultado de cómo el fondo social e histórico afecta a los personajes. La película no se sale de esos mismo raíles, con ese maniqueísmo propio del género, donde los revolucionarios son idealistas (y guapos), el pueblo, miserable (sucio, aunque digno) y el poder, curiosamente, sin cara, pero con los uniformes de los soldados. Si a eso le añades un romance “puro”, ya están todos los condimentos. Que la receta funciona da fe que de ella se llevan haciendo guiones desde hace muchos, muchos años.
Aunque, en los mismos raíles, ya queda en manos de cada guionista y director en cómo se mueve el vagón. Si Les Misérables (Billie August, 1998) “calmaba” (un mucho) el dramatismo, hasta en las interpretaciones, la película de Tom Hopper hace el recorrido opuesto. Lo enfatiza. La cuestión sería si esto no acaba por dejarnos agotados. Igual que una historia de acción no puede ser esa constante montaña rusa que tanto gusta al cine estadounidense, un melodrama no puede mantenerse en el mismo tono durante tanto metraje.
Son los primeros treinta o cuarenta minutos donde queda más claro. Bien sea porque las canciones “roban” tiempo a la narración, bien porque el musical original tampoco supo condensar bien la novela. Pero en ese tiempo se apresuran las transiciones, y se acumulan demasiados puntos álgidos.
Valjean encuentra “la iluminación”, Fantine (Anne Hathaway) pierde su trabajo, sufre, muere… Para ser un apartado donde valdría con que se nos presentaran los personajes y el conflicto principal (conflicto que, por cierto, aún me pregunto si existe en verdad), se antoja un tanto demasiado. Si el tópico es que (Hitchcock dixit) conviene que se comience un guión con un terremoto, aquí se demuestra por qué no hay que tomarse al pie de la letra las normas sobre guión. Siguiendo con la comparación de la montaña rusa, es como si el vagón estuviera todo el tiempo en la parte de arriba. Puede que se mueva un poco atrás, un poco adelante, pero siempre ahí, en lo más álgido. Claro que, antes o después, el vagón tiene que avanzar. Y entonces, la bajada es brusca y hacia abajo. Hacia muy abajo.
Quizá, así se pretenda que, desde pronto, estemos del lado de los protagonistas. Puede. Pero Valjean, en la novela, ya contenía esos detalles que construyen a un héroe: era víctima de una injusticia. Y de una persecución, implacable, que complicaba su vida; que afectaba al personaje. Aquí, lo primero, como si no bastara el hecho, necesita que nos lo señalen; lo segundo, nunca interesa de veras al director ni al guión. Javert no tal amenaza (ni tal perseguidor), y desde luego es un antagonista que nadie se preocupa de que comprendamos. Los malos malísimos ya son cosa antigua, pero ni el guión ni el director ni el propio actor ofrecen mucho para que equilibrar el estereotipo. Russell Crowe narra en esta entrevista que no estaba convencido del proyecto. Afirma que su personaje le parecía maniqueo. Muchas críticas han visto que precisamente su interpretación es la más floja del conjunto. Pero es que no es que tenía mucho sobre lo que trabajar.
Como no conozco el musical, no sé si todo esto son decisiones del mismo. Lo que sí es obvio es que, de todas maneras, a Tom Hopper no le interesa tanto este posible pilar del argumento. Puede que ni siquiera el argumento, en general. Como se lee en esta reseña del San Francisco Gate:
Most of the songs in "Les Misérables" are contemplative - internal monologues that, translated to film, lend themselves to close-up. Es decir, muchas de estas canciones no hacen que avance la trama. Todo se detiene. Ahí, Hopper sí se preocupa del trabajo de cámara; como esa escena en que Valjean toma la decisión de dejar de ser ese reo furioso con todo, en el monasterio. Pero en cada una de estas escenas centradas en las reflexiones cantadas de los personajes, el ritmo se para. Y eso hace que, cuando la trama arranque otra vez, se acelere, o vaya a trompicones. Parece que “salta” de número musical a número musical, sin que lo que haya en medio cuente tanto. Algo similar a lo que le ha sucedido muchas veces a Steven Spielberg, con sus set-pieces tan cuidadas, y con todo lo que va de una a otra, mucho menos cuidadas. No muy lejos queda la impresión que deja Les Misérables, como leo que se mencionaba en la reseña del Washington Post.
Less a fully realized film than a strung-together series of set pieces, showstoppers, diva moments and production numbers, “Les Misérables” contains multitudes -- not only in the form of a huge cast but in its own contradictions.
Quizá preocupado porque no se pasara de las tres horas, en el mismo montaje de estos primeros momentos de la historia se notan esas prisas para llegar a lo que le importa. Los planos rápidos (demasiado, tal vez; en algunos ni siquiera da ocasión de que nos situemos) en los que vemos a Valjean recorriendo paisajes en esa vuelta a su vida (tras cumplir su condena) es una prueba. A veces, la concisión puede construirse sobre escenas cortas, sin duda. Pero el resumen, como técnica, tiene ese problema que no es desconocido: eso de los pasos del tiempo que se comprimen expulsa mucha información. Hay más de una elipsis de ésas de “x años después”. Y, con elipsis que suprimen tanta información, y complican que la evolución de los personajes sea progresiva... ¿cómo es posible que se cree una empatía verdadera con ellos?
Ese interés del director por las canciones se comprende porque su apuesta principal era que los actores las interpretaran en directo en el set. De ahí, grabaron sus voces, y, aunque puede que haya habido algún que otro ajuste en la posproducción de sonido, esto da mucha autenticidad a las interpretaciones. Las intenciones (¿las pretensiones?) también son un valor, y es justo reconocérselas a Les Misérables. Puede que los primeros planos, si se convierten en más norma que excepción, pierdan fuerza, pero también le da una cierta personalidad a la película. Hasta tiene su mérito, para una superproducción, que se nos muestre las ansias de cambio y revolución de unos estudiantes que ondean una bandera roja, nada menos. Además esa aspiración se recupera en el número final, con una cierta invitación al espectador con eso de “esperar un mañana mejor”, si bien no sé si tanto a la propia lucha. La canción del personaje de Marius, en el lugar donde se reunía con sus camaradas, también es uno de los grandes momentos (aquí, un enlace al tema); aunque daría a entender eso de que la lucha es, sí, hermosa, pero inútil.
Sí, Les Misérables regala cosas buenas; hasta muy buenas, en algunos momentos. Por ejemplo, el principio, que va bien de lo general a lo concreto, con ese barco que arrastran los reos, para que la cámara acabe en Valjean. O, en la misma escena, el detalle de que Valjean tenga que levantar solo la bandera francesa.
Por ejemplo, Anne Hathway
como Fantine. Está excepcional. Y, eso, a pesar de que su personaje se sitúa en
un mismo tono todo el tiempo. De nuevo, porque el guión condensa todo su
traslado hacia la miseria con mucha velocidad. ¿Cuándo hay un respiro para su espiral
autodestructiva? No es casualidad: cuando le llega su canción “estrella”.
Su canción “I Dreamed I
Dream” incide y sube (¡todavía más!) el matiz melodramático y es improbable que
haya un espectador que no se emocione. Yo lo hice. Pero me pregunto si todo
vale para sacarme (sacarnos) una lágrima. A la reseña del Wall Street Journal, le parece bien, y su crítica es buena, aunque también significativa: el subrayado es mío.
On screen, as on stage, "Les Misérables" makes you feel good by making you feel bad—never has more suffering been offered up as entertainment—then makes you feel entirely good as young love triumphs and Jean Valjean's lifetime of virtue is rewarded.
No hace mucho, leí en bloguionistas,
esta entrada donde se hablaba de cómo podría ser un truco (y fácil) eso de mostrar de frente
a un actor/personaje llorando. Es lo mismo que me hace que cuestione la
progresión melodramática de The Waliking Dead, o que ciertos films de Lars Von
Trier me produzcan rechazo. Un rechazo moral, además.
La canción I Dreamed I Dream. Sin la imagen, es imposible acercarse a la tristeza y la congoja que produce.
Claro que, incluso Von Trier
nos sacudía sólo en ciertos momentos. Como el experimento que quería llevar hasta su familia aquella mujer del grupo de Los idiotas (Idioterne, 1998), o lo
que decidía la protagonista de Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1996), hacia el final. Sigo
repensando que estos extremos de manipulación puede que no sean siquiera
éticos. Pero reconozco que si lo dramático, digamos, “extremo” se coloca en
ciertos momentos, puede que no nuble todo el sentido del espectador. Puede
hasta que nos implique cuando sea mejor para que nos llegue lo que el director
o el guión quiera decirnos. Esto, por ejemplo, yo diría que es lo que eleva la
broma que representa Los idiotas. Que, al fin y al cabo, ese juego de estos burgueses ridículos no sea posible para enfrentarse a esa realidad del personaje, en casa de su familia.
De hecho, en ambos casos el
clímax se colocaba hacia el final. Les Miserables parece que juega a colocar el
clímax al principio. O a que haya, incluso, varios clímax. En cambio, a medida que se llega al tiempo en que Colette es mayor, el ritmo se estabiliza. Y hasta el tono se amortigua. Las diversas subtramas encajan mejor, y la experiencia es mucho más disfrutable, siempre que uno no sufra urticarias con las historias de amor un tanto demasiado románticas. Eso es lo que hace que, como ya no son "la norma", la muerte del niño o la canción mencionada de Marius ("Empty chairs at empty tables") crean una emoción más perdurable; menos espectacular.
Una curiosidad: el diseño de vestuario es de un español. Paco Delgado.