Revista Cultura y Ocio
El cielo tiene un efecto balsámico. No me refiero a la restitución limpia de un bienestar teológico. Este el cielo de las metáforas y a él elevamos a veces el relato que uno se va haciendo de la vida. Creo yo que el rezo tiene, en sus adentros, una mecánica narrativa parecida. A diferencia de quien cree estar siendo escuchado, mis plegarias al cielo son enteramente endogámicas. Acudo al escenario y escojo un objeto que me fascine por una u otra causa. Luego afino la sensibilidad, si es que alguna queda por ahí adentro, me relajo en lo que puedo y pienso en cosas maravillosas que me confortan completamente. Se trata en el fondo de que uno posea un instrumento útil con el que procurarse confort. Si sostiene que ahí en lo alto hay quien escucha o si descree de oyentes invisibles y se conforma con la posibilidad de que bastante es que sea uno mismo quien escuche. Nos tiramos toda la vida sin hablar con nosotros mismos. Escribir, en el fondo, es aclarar esa turbia indisposición lingüística. Leer, en cierto sentido, es entablar un diálogo con el yo que hubiésemos querido ser y que otros, más lúcidos o menos tímidos, hicieron por nosotros. La literatura, extendiendo este hilo de las cosas, es una especie de religión. Una que no estabula sus mandamientos o una que no exige ningún sacrificio a quien la ejerce. Se busca el bálsamo en donde se puede. En la literatura. En los evangelios. En el jazz del delta. En el trabajo. La noria, ayer cuando ya caía sobre Córdoba la noche, en el recinto en donde levantan la Feria de Mayo, me produjo una cierta sensación de zozobra. O tal vez únicamente acentuó la que ya traía por los días que llevo a medio pulmón o a un tercio por obra y poca gracia de los pólenes y del hartazgo de pastillas que los combaten. Pensé en la noria como un transporte mitológico, en cómo nos vamos sentando y dando vueltas. Miles de días. Miles de vueltas. Y llega un momento en que la noria se detiene en la cúspide. Mamá, estoy en la cima del mundo, gritaba Cody Jarret en una de mis películas favoritas (Al rojo vivo, Raoul Walsh, 1949). Da igual qué nos saque de este mundo y nos lleve a otro, vivo o mudo, da lo mismo. Pero tiene que haber un punto de extracción, una especie de puerta que solo puede franquear uno. Como en el cuento de Kafka. Mi mujer, que es la que conduce en casa, se alejó de la noria y las ideas, conforme el coche avanzaba, se fueron perdiendo. Mejor así. Isabel me dirá que ando trágico estos días. Serán los pólenes o la ley LOMCE o haber leído a Pessoa hace poco o el cansancio (lo tengo) del trabajo. Menos mal que el cielo tiene un efecto balsámico.