Lumen, 2016 (trad. Mercedes Corral; prólogo de Elena Medel)
Leído en la edición de Lumen, 2007 (misma traducción, prólogo de Flavia Company).
Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia [...] para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras. Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Esas frases son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asiriobabilonios: el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra (p. 39-40).
Todas las personas que han pasado un tiempo juntas, que han compartido experiencias, risas y llantos, asimilan, al cabo de los años, unos recuerdos, anécdotas y frases memorables que solo tienen sentido para ellas, porque se produjeron en un momento y un lugar determinados en el que se encontraban presentes. Fuera de su contexto, lo que a ellas les sugiere humor, cariño o nostalgia puede tomarse como un chisme trivial. Las parejas, los grupos de amigos o las promociones de estudiantes participan de este legado intangible de vivencias compartidas. Y las familias, también las familias, sobre todo las familias. Entre las comidas cotidianas, las celebraciones de cumpleaños y los veranos en casa de unos parientes lejanos, cada familia construye su particular corpus de expresiones e historietas memorables; en otras palabras, cada familia crea su "léxico familiar". A partir de esta idea de las experiencias compartidas, -Roma, 1991), una de las escritoras italianas más importantes del siglo XX, vertebra una obra que recoge Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 las memorias de su familia -a pesar de que, según explica en la nota inicial, no pretende ser una crónica y pide que se lea como una novela- entre los años veinte y cincuenta, desde que era una niña hasta que abandonó de forma definitiva la casa de sus padres. Léxico familiar (1963) le valió el Premio Strega y está considerado, junto con Todos nuestros ayeres (1952), su libro más importante.
Ginzburg nos deja entrar en su casa, escuchar los gruñidos de su padre y ser testigos del desaliento de su madre, nos deja observar cómo los hermanos se hicieron adultos y cómo los hundió la dictadura. Aunque nació en Palermo, Ginzburg, nacida Natalia Levi, se crió en Turín, en el seno de una familia judía acomodada y de convicciones antifascistas. En esta novela no convierte sus recuerdos en un relato lineal al uso, sino que, con las imprecisiones propias del fluir de la memoria, narra escenas o pensamientos de pocas páginas, que adquieren sentido como conjunto a medida que uno avanza en la lectura. No pretende abarcarlo todo, ya que es consciente de las lagunas de la memoria y, además, se guarda para sí misma las intimidades que más la atañen (como decía García Márquez, "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla"). La obra comienza con una evocación de ese "léxico familiar": las reprimendas cotidianas de su padre, el profesor de anatomía Giuseppe Levi. Hay muchas oraciones similares a lo largo del libro: el patriarca es una figura primordial, un hombre imponente y bruto, que no obstante se retrata con ternura. La madre aparece como una mujer alegre y perezosa, si bien melancólica por las pérdidas. Natalina, la criada, como una mujer muy eficiente.
Es difícil argumentar por qué Léxico familiar -y, de hecho, toda la obra de Ginzburg- es un gran libro. No porque se dude de su calidad, sino porque cuesta adivinar la pauta, la receta con la que eleva el costumbrismo a literatura espléndida. La fórmula reside en su voz narrativa, pero ahí tampoco resulta fácil concretar cómo lo hace, cómo convierte las regañinas de su padre (y todo lo que acontece después) en material literario de primera, cómo cose los jirones de la memoria hasta dar forma a una obra con coherencia interna. Enseguida se advierte que es una escritora observadora, atenta al lenguaje corporal, al detalle. Su prosa fluye pulcra, elegante, con un suave sentido del humor. Sin efectismo ni pomposidades, sin información de relleno: cada fragmento es rico en reflexiones y escenas que permiten que siga tejiendo el relato. Una de sus claves reside en el tono. Hay autores que escriben como si estuvieran enfadados con la humanidad; otros, en cambio, suenan tristes, meditativos; no faltan los pedantes, y también los hay que han añadido una cucharada de azúcar de más en el café. Ginzburg escribe como si se hubiera despojado de cualquier pasión enfebrecida, con un tono calmado, sereno y cómplice -que se podría calificar de "honrado"-, que guarda una acertada distancia respecto de los hechos. Este tono, lejos de restarle fuerza, saca a la luz la vida, la vida familiar contada sin adornos. Eso es: Ginzburg es una escritora que busca la vida. Logra la profundidad en la anécdota, encuentra la permanencia en lo efímero.
Wittgenstein postuló que el lenguaje no es un mero envoltorio del significado, dado que el individuo, al elegir unas palabras determinadas para expresar una idea, y al combinarlas, está construyendo ese significado, le está dando unos matices concretos y exclusivos, del mismo modo que, al vestirse, no se limita a cubrirse de prendas, sino que manifiesta información sobre sí mismo (personalidad, estado de ánimo, actividades) en función de la ropa elegida. Ginzburg parece haber adoptado este enfoque, puesto que evita emitir juicios y deja que las personas -cuesta llamar "personajes" a gente que existió- se muestren a través de sus expresiones, verbales y gestuales. Abundan las frases coloquiales, como las exclamaciones del padre y la madre. Sí, exclamaciones: esa entonación que tanto desentona en muchas novelas y que aquí, sin embargo, deviene fundamental para captar el matiz informal del ambiente. Además de los progenitores, destacan los hermanos, con los que compartió los juegos infantiles que solo entienden ellos: Gino, el estudioso, amante de la naturaleza; Mario y Alberto, siempre a punto de pelear; Paola, la otra chica, con quien la madre mantiene una complicidad singular. Con los retazos de la memoria, Ginzburg cuenta cómo se fue forjando el carácter de cada uno, qué caminos tomaron. El alejamiento del núcleo familiar al convertirse en adultos es otro tema fundamental: cómo se va perdiendo el contacto con la familia y, aun así, en los encuentros ocasionales renace la unión gracias al pasado en común.
Los hermanos, además, se vieron afectados por el fascismo, al igual que su primer marido, el intelectual Leone Ginzburg, asesinado en la cárcel. La historia de Italia, la guerra, el lento resurgir posterior, aparece como trasfondo de la obra en los ciclos que atraviesa la familia, desde la etapa de crecimiento económico a los problemas con la justicia. Con todo, Ginzburg no politiza la novela, no aprovecha la excusa de las memorias para defender un alegato antifascista; ese es uno de los méritos de la distancia desde la que escribe, porque neutraliza la rabia y deja paso a una entereza mucho más convincente. El final de la contienda coincide con el desmoronamiento definitivo del mundo de su infancia, ya que muchos seres queridos han muerto y los vivos llevan otro tipo de vida, obligados por las circunstancias. La autora recuerda, sin ir más lejos, lo que supuso el matrimonio para ella en los aspectos prácticos, como aprender a llevar una casa y, después, a asumir el confinamiento de Leone en la cárcel; o cómo, a medida que la madre envejece, deja de ver en ella a la figura protectora y es la propia Ginzburg quien adopta ese rol con sus familiares. A partir de esas escenas cotidianas, tan ligeras en apariencia, Ginzburg explora asuntos mucho más profundos, y lo que parecía una narración distendida toma un rumbo inesperado y estremecedor.
Este "léxico familiar" engloba a los amigos, una parte esencial del desarrollo de una persona, sobre todo cuando el hogar paterno va quedando atrás y se gana independencia. Por ejemplo, los colegas de la editorial Einaudi, donde la autora trabajó muchos años: el propio editor, Giulio Einaudi, y Cesare Pavese, entre otros. Ginzburg se detiene a hablar sobre Pavese, al que conoció bien: un hombre irónico, sagaz, calculador, y a la vez hundido por sus fracasos amorosos. Ginzburg se refiere a él con cariño, tristeza y añoranza -cuando escribió este libro ya hacía más de una década que su amigo se había suicidado-; lamenta, en algunos de los pasajes más sentidos, que no fuera capaz de plasmar su lado irónico en sus libros y en sus relaciones sentimentales. A propósito de la editorial, también relata, de forma implícita, cómo se fue consolidando Einaudi: desde sus inicios en Turín, como una editorial modesta, a su establecimiento posterior en Roma, donde fue prosperando. La implicación de Ginzburg en la literatura -además de novelista, fue ensayista y dramaturga, y redactora para Einaudi- la lleva a reflexionar en algunos momentos sobre las tendencias que tomó la creación literaria y su compromiso social (o la ausencia de él). Léxico familiar abarca, por lo tanto, mucho más que unas memorias: ante todo, expresa una mirada sobre la realidad, una visión lúcida sobre la Italia comprometida de la primera mitad del siglo XX.
Y, precisamente porque todo está en su mirada, sorprende que Ginzburg apenas hable de sí misma. Elige, como narradora, mantenerse al margen, contar los acontecimientos de sus allegados casi como si ella no hubiera estado ahí, como si no hubiera intervenido. No oculta los parentescos, ni escribe con el estilo de una crónica periodística, pero no desgrana cómo era ella entonces, ni cómo se llevaba con los suyos. En la nota inicial dice: "No deseaba hablar de mí. Ésta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia". El hecho de optar por la discreción todavía aumenta más esa impresión de honradez, de humildad; no es ególatra, prefiere actuar como mediadora entre los suyos y el lector en lugar de ponerse a ella en el centro. Y le funciona, eso es lo importante, ella es la pieza que conecta todos sus recuerdos, que da sentido al conjunto. Un conjunto en el que, a pesar de referirse a unas personas y un momento determinados, resulta posible reconocerse en sus reflexiones sobre la pérdida, el abandono del mundo de la niñez o la huella que dejan las épocas de dolor. Uno puede abrir Léxico familiar al azar con la seguridad de que en cualquier página encontrará una observación inteligente, una evocación nostálgica o una exclamación llena de vida. Una invitación para seguir leyendo, para quedarse en su casa un ratito más.