Caía el Sol fuerte y directo desde el cielo, y una familia senegalesa de Ouadene se refugió bajo la sombra de un baobab que crecía, solitario, en mitad del Sahel. Son momentos en los que el cuerpo humano necesita reposar, moverse lo menos posible para hacer más llevadera la carga insoportable del calor.
Tumbados sobre una tabla de madera levantada del el suelo por cuatro patas, para aislarles a todos del calor que desprende la tierra quemada, escuchan la leyenda que el más viejo de todos se dispone a contar una vez más. Son las palabras de consejo y guía que siglos y siglos atrás pronunciaron los más viejos del lugar, que a su vez lo habían escuchado desde que eran simples niños.
“Llegará un día en que el hombre blanco, ése que viene de más allá de la tierra de arena, será capaz de retar en poder a las maravillas de la Naturaleza. Su fuerza y su inteligencia les harán ser más fuertes que cualquier animal, más rápidos que cualquier relámpago. Podrán vivir en el agua como los peces, podrán moverse rápidamente como las fieras. Podrán, también, volar por el aire como los pájaros.
Con su poder, dominarán el mundo entero. Todas las tierras y todas las razas que vivimos en ellas seremos sus súbditos y ellos nuestros señores. Nos dirán que somos parte de su Imperio, que no debemos rebelarnos sino cooperar con ellos porque sólo así podremos comprender la fuente de su poder, y porque sólo así ellos la compartirán con nosotros. Y colaboraremos, y construiremos su bienestar esperando ser dignos de tan altos dones, asemejarnos al hombre blanco y retar a la Naturaleza.
Y mucho tiempo después, cuentan los relatos, nos daremos cuenta de que somos nosotros mismos la fuente de su poder. De que ellos dominan porque nosotros nos dejamos dominar. De que sin nuestra colaboración, su bienestar ya no existiría. Y nos daremos cuenta, sí, pero será ya tarde. Para entonces el mundo blanco ya habrá penetrado entre nosotros y ya no habrá vuelta atrás... hasta que llegue el día en que la Tierra vuelva a dividir al hombre.
Ese día nosotros, los africanos, volveremos a estar solos en el mundo, sin tener que rendir cuentas a nadie, sin tener que perfeccionar nada para dignificarlo. Y nuestra tierra, nuestra África, será inaccesible para el hombre blanco, quien volverá a caer rendido en el paso de la tierra de arena. Volverá a serle imposible la incursión más allá de la costa. Y nosotros, los hombres negros, tendremos que volver a hablar entre nosotros como si el hombre blanco no existiera, dejando a un lado las diferencias que ellos quisieron ver en nosotros, y decidiendo, por vez primera en siglos, hacia dónde llevar esta barcaza que se llama África”.
Acabó de pronunciar el viejo sus palabras, los niños que escuchaban atenos y serios volvían a sonreír pensando en juegos. Sus padres, finalizado el momento del reposo, volvían al camino. Las madres torcían el gesto al ver tanta tarea y tan poco día. Y a miles de kilómetros, la Tierra decidía volver a dividir al hombre blanco y al hombre negro a través de una espesa nube de polvo, ceniza y furia.