autor: P. Ángel Peña O.A.R.
5.- ¿INTOLERANCIA CATÓLICA?
Hay algunos que todavía ven a la Iglesia católica como la causa de todas las desgracias de la humanidad. Niestsche, en su obra El anticristo, acusa a la Iglesia de ser la causante de todas las calamidades del mundo moderno. Para él, que no tenía fe, nada era más vergonzoso que ser cristiano. Aunque Niestsche lo decía, hablando directamente de la Iglesia protestante de Dinamarca, algunos se lo aplican también a la Iglesia católica o piensan de la misma manera. Para muchos, la Iglesia católica es la institución más intolerante que ha existido. Pero no olvidemos que los ateos, agnósticos o racionalistas de la Revolución francesa, que se proclamaban los defensores de la libertad y de los derechos humanos, destruyeron por puro vandalismo tesoros culturales y artísticos de muchas bibliotecas eclesiásticas y los monasterios de Cluny, Longchamp, la abadía de Lys, los conventos de Saint Germain-des-Prés, Montmartre, Marmoutiers, la catedral de Macon, la de Boulogne-sur-Mer, la Sainte Chapelle de Arras, el castillo de los templarios de Montmorency, los claustros de Conques y otras innumerables obras de arte y de cultura antigua. En 1815, veintiséis años después del 1789, Europa era un campo desolado por las guerras napoleónicas y las nuevas ideas revolucionarias.
Aquellos, que habían derrocado a Dios y habían colocado en su lugar a la diosa Razón y tanto hablaban de los derechos del hombre, cometieron el más grande genocidio de la historia moderna en la Región de la Vendée. El historiador Secher habla de genocidio de todo un pueblo en un territorio de 10.000 kilómetros cuadrados, donde masacraron unas 120.000 personas. Incluso, destruyeron sistemáticamente casas, cultivos y ganado para matar de hambre a los supervivientes. El general jacobino Westermann, que fue quien venció a los rebeldes, que no aceptaban las nuevas ideas, escribió al gobierno de París: La Vendée ya no existe, ha muerto bajo nuestra libre espada, con sus mujeres y niños. Acabo de enterrar a un pueblo entero en las ciénagas y los bosques de Savenay. Ejecutando sus órdenes, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos y masacrado a las mujeres que así no parirán más bandoleros. No tengo que lamentar ningún prisionero. Los he exterminado a todos.
Y la deshumanización de estos revolucionarios llegó hasta tal punto que, con las pieles curtidas de los vencidos, hicieron botas para los oficiales. Y hervían los cadáveres para extraer grasa y jabón. Algo superado sólo por las cámaras de gas de los nazis, otro régimen ateo que persiguió a la Iglesia sin compasión. Y no digamos nada de los regímenes ateos de Rusia o Laos o Vietnam. En Rusia, ¿cuántos millones fueron enviados a Siberia por el único delito de ser opositores políticos? ¿Cuántos sacerdotes y religiosos encarcelados y asesinados por el único delito de creer en Dios? ¿Y las purgas de Stalin? ¿Y los asesinatos en China y en otros países comunistas? Según el premio Nóbel de literatura Alexander Solzhenitzyn, entre 1917 y 1959 hubo 60 millones de víctimas del comunismo en Rusia, de los cuales 20 millones lo fueron por motivos religiosos. Los comunistas rusos mataron a 150 obispos, 100.000 sacerdotes y 100.000 monjes, casi todos ortodoxos, pero también católicos. Según el informe de la KGB, la policía secreta soviética, dado a conocer en 1994, entre 1928 y 1952 fueron asesinados 92 millones de rusos. El número se amplía inmediatamente, si se mira al conjunto de naciones, donde estuvo vigente el comunismo: el total se acerca a 100 millones. En España, en la guerra civil de 1936, mataron a 6.500 sacerdotes. Los revolucionarios franceses a 3.000.
En 1794, mataron los revolucionarios franceses a Antoine Laurent Lavoisier que fue uno de los principales protagonistas de la revolución científica, que condujo a la consolidación de la química, por lo que se le considera como el padre de la química moderna. Cuando el jefe del tribunal revolucionario pronunció la sentencia para ser guillotinado, dijo: La República no necesita sabios. Los revolucionarios de la libertad, al igual que los ateos y agnósticos, que tanto hablan contra la Iglesia por el caso Galileo, parecen no recordar el caso Lavoisier o Duhem o de otros científicos, a quienes ellos liquidaron por no tener sus mismas ideas. El 10 de noviembre de 1793 los revolucionarios consagraron la catedral de Notre dame a la diosa Razón. Se transportó desde la Opera un escenario y lo colocaron delante del altar. Su pieza central era una montaña en cuyo pico se alzaba una estatua de la Filosofía. Por el nuevo templo desfiló una joven actriz, Mademoiselle Aubry, vestida con una larga túnica blanca y un manto azul y armada con la lanza de la Ciencia. Estaba acompañada de un coro de bailarinas, vestidas de blanco, y quemaron incienso ante el altar. La multitud cantó: “Tú, santa libertad, ven a vivir en el templo y sé la diosa de los franceses”. Esta profanación despertó tal entusiasmo que, casi inmediatamente, dos mil trescientas cuarenta y cinco iglesias fueron transformadas en templos de la Razón.
En 1789, la Asamblea nacional francesa reconoció que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Pero eran derechos sin ninguna referencia a Dios, sólo porque así lo querían ellos y lo proclamaban. Por eso, podían dar leyes en contra de Dios y de los derechos de los creyentes. Porque los derechos humanos, según ellos, sólo se fundamentaban en la pura razón, que puede opinar de diferentes maneras, según convenga.
Por otra parte, consideraban que el poder procede del pueblo. Por tanto, cualquier autoridad que no venga del voto popular, no tiene validez. Con esto estaban declarando la guerra abierta a la Iglesia, pues el Papa no es elegido por voto popular, la Iglesia no es una sociedad democrática, sino jerárquica. De ahí que en 1790, en la Constitución civil del clero, se daban normas para que las elecciones de obispos o párrocos fueran hechas por voto popular, incluso de no católicos y ateos. De la misma manera, habría que votar para definir un dogma de fe. Como si todo lo legal fuera bueno o como si todo lo que se vota por mayoría de votos fuera automáticamente bueno. En ese caso, ¿qué podríamos decir de las leyes del aborto o de la eutanasia? Las autoridades deberían ser también automáticamente buenas, por haber sido elegidas por mayoría y ya sabemos por experiencia que lo democrático no es siempre lo mejor, ni lo legal defiende siempre los derechos humanos.
Cuando la ONU elaboró la declaración de los derechos humanos en 1948 decía: Todos los seres humanos nacen libres e iguales por dignidad y derechos. Ellos están dotados de razón y conciencia y deben actuar los unos hacia los otros con espíritu de fraternidad. Aquí tampoco aparece Dios por ninguna parte. Por eso, la Iglesia no pudo firmar esta declaración. Y el Papa Juan XXIII, en la encíclica Pacem in terris del 11 de abril de 1963, tuvo que aclarar bien los derechos humanos, fundamentados en el Creador. Dice: Hemos de valorar la dignidad (de la persona humana), porque los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna (No. 10) Y el Papa hace la conexión entre los derechos y los deberes del hombre y afirma que el orden espiritual, cuyos principios son universales, absolutos e inmutables tiene su origen único en Dios verdadero, personal y que transciende la naturaleza humana (No. 38).
Al respecto, es bueno saber que sólo gracias al cristianismo, ciertamente, se extendió el respeto a los seres humanos, en cualquier situación. Es interesante saber, por ejemplo, que cuando el emperador Constantino reconoció el cristianismo, se sintió obligado, desde el primer momento, a introducir cambios en las leyes dominicales, de modo que fuese fiesta para todos, y a preocuparse de que los esclavos también pudieran disfrutar de algunos derechos.
Y en cuanto a los protestantes, ¿han sido más tolerantes que los católicos a lo largo de la historia? Comencemos diciendo que Lutero odiaba a los judíos y escribió un libro en 1543 Sobre los judíos y sus mentiras, donde aconseja que quemen sus escuelas y sinagogas, destruyan sus casas y les confisquen sus bienes. Incluso, afirma que quienes los toleren y protejan tendrían que dar cuenta a Dios de sus abominaciones. En su libro Contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos, incita a los príncipes a matarlos por sus desmanes en la llamada guerra de los campesinos, donde mataron a unos 150.000 campesinos. A los teólogos de la universidad de París los llama grandes burros y a la Facultad teológica, Madre de todos los errores de la cristiandad y la mayor prostituta del espíritu. No podía soportar a sus oponentes como Münzer, Karlstadt, Schurf, Karg, Agrícola, Osiander, Flacius, Ecolompadio, Zwinglio... El 10 de diciembre de 1520 quemó públicamente en Wittenberg todos los libros de leyes de la Iglesia: Decreto de Graciano, Decretales de Gregorio IX, Libro sexto de Bonifacio VIII, Las Constituciones clementinas, el Derecho canónico, la bula Exsurge Domine, la Summa Angelica de Angelo Carletti, el Chrysopassus de Eck y otras muchas obras más.
Calvino mismo perseguía a sus contrarios como Castellion, Alciato, Bolsec, Grocio y Servet, a quien quemó en la hoguera. La tortura que se aplicaba en Ginebra, siendo Calvino dictador, no tenía límite de tiempo como en la Inquisición. A Gruet lo torturaron durante un mes entero, mañana y tarde, desde el 28 de junio al 25 de julio de 1547 por ser su adversario personal.
En la universidad de Oxford, hasta 1871, se exigía, para poder estudiar, la declaración de aceptación de la profesión de fe anglicana. En cambio, la universidad católica de Padua, del siglo XVII, fue la primera universidad que aceptó estudiantes de otras religiones.
Y podemos seguir hablando de la intolerancia de los musulmanes, que es evidente en nuestros propios días del siglo XXI. Hay países como Sudán, Egipto o Arabia Saudita, donde, si un musulmán se convierte a cristiano, tiene pena de muerte. En otros países, los cristianos son perseguidos y les hacen la vida imposible. Por eso, entre 1975 y 1995, el 40% de los cristianos del Líbano abandonaron el país. Los países cristianos conceden libertad para edificar sus mezquitas, pero ellos no lo conceden en sus propios países.
A los no musulmanes se les niegan sus derechos civiles y, en algunos países musulmanes, la persecución es respaldada por la ley. Está la ley de la blasfemia, en virtud de la cual cualquier ciudadano puede acusar a un cristiano de haber hablado mal del profeta. Está la Sharia o ley musulmana, que impone a todos sin excepción las normas del Corán. Precisamente, los musulmanes no se distinguen en cuestión de tolerancia. A Salman Rushdie le impusieron la pena de muerte por publicar un libro en el que decía algunas frases no muy correctas sobre el profeta Mahoma. Algo parecido le ha sucedido a Jean Claude Barrau, el ensayista católico, que ha escrito la obra De l’Islam en general et du monde moderne en particulier. Los musulmanes franceses quieren matarlo. Y no le perdonan por más que haya pedido perdón. Eso sí es intolerancia. Y más cuando se acude a actos terroristas para imponer sus ideas. Y esto sin olvidar que en 1915, los turcos masacraron a 1.500.000 cristianos armenios, un verdadero genocidio de todo un pueblo.
Podríamos hablar también de la intolerancia de los aliados en la segunda guerra mundial y de las masivas masacres, producidas por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en el Japón o de los bombardeos masivos contra ciudades alemanas. Sobre todo, es dramático, como un ejemplo de horror, el caso del bombardeo de Dresde entre el 13 y 14 de febrero de 1945. Murieron 250.000, la inmensa mayoría civiles, indefensos e inocentes. Por eso, podemos preguntar: ¿quiénes son más intolerantes? ¿los católicos, los protestantes, los ateos, los musulmanes? Que cada uno saque sus propias conclusiones, sin caer en las palabras fáciles o aprendidas de memoria. Porque, como decía Jesús: El que esté sin pecado que tire la primera piedra (Jn 8,7).