En Japón se tiene la creencia que todos nosotros tenemos anudado en uno de los dedos de nuestra mano (depende de la región es el índice, el meñique,…) un hilo rojo. Unos de los extremos de este hilo está en nuestra mano, el otro de los extremos acaba en la persona que el universo, la fuerza divina o lo que queramos pensar considera que es nuestra alma gemela, aquella persona que nos comprende con sólo mirarnos, que sabe nuestro estado de ánimo antes de contárselo. Este hilo, se entremezcla, a lo largo de su recorrido con otros hilos rojos, en algunos casos hace nudos imposibles de desenredar y en otros crea formas hermosas que es mejor no tocar, estas son nuestras relaciones a lo largo de nuestra vida.
Con este prefacio, para todos aquellos que lo desconocían, la leyenda cuenta, que en tiempos imperiales de Japón, había un príncipe que era muy dado a creer en estas leyendas. Tanto era así, que llegado a cierta edad, quiso saber quién se encontraba al otro extremo de su hilo rojo y pidió ayuda a la mejor de las videntes, que tenía sobrada experiencia y contrastado éxito en estos asuntos.
La mujer escudriñó el joven príncipe, haciéndole numerosos rituales, hasta que por fin, pasado un tiempo de estudio, le dijo: Ven conmigo y te enseñare quien hay en el otro extremo. El príncipe, emocionado y excitado acompaño a la mujer, después de dar vueltas por toda la ciudad llegaron a una casa, apartada del centro de la ciudad.
La mujer le dijo: al otro lado de la puerta se encuentra la persona que has estado buscando. El príncipe no podía creerse lo que estaba pasando, él se encontraba en la cúspide de la sociedad y había ido a parar a una casa humilde, consideraba, el joven príncipe, que la persona indicada debía ser una noble, una persona que estuviera a su altura, pero se encontraba en medio de un barrio pobre, delante de una casa normal y corriente. Aún con eso decidió abrir la puerta y enfrentarse a su destino.
Abrió la puerta y sus peores presagios se hicieron realidad, al otro lado había una mujer, con ropas sucias, las manos llenas de tierra y en sus brazos un bebé. Obviamente la adivina había fallado en sus designios y él no podía aceptar esa situación. En un impulso de rabia, empujó a la chica, que en su caída dejó caer al bebé, y este se dio un golpe en la cabeza, un golpe que dejaría cicatriz toda su vida.
Pasaron los años y el joven príncipe no consiguió emparejarse con ninguna noble, finalmente, su padre, tuvo que actuar y encontrar una esposa para su hijo, dado que no podía dejar que su linaje quedara interrumpido. Llegó el día de la presentación, el príncipe sólo sabía que la elegida era hija del mejor comandante del ejército.
Llegó a la sala acompañada de su padre con un vestido precioso y un velo que le tapaba la cara, finalmente, cuando el príncipe le quitó el velo pudo ver una herida en su frente, una herida que se hizo de muy pequeña y que había perdurado toda su vida.