“Yo los declaro marido y mujer” - dijo Nguenechén, y Antú y Cuyén comenzaron su "luna de miel" por el ancho firmamento. Fue la primera luna de miel de todo el universo. Dios, al que los mapuches llaman Nguenechén, había observado que el sol, Antú, y Cuyén, la luna, estaban enamorados, y dándose cuenta de que hacían una linda parejita, decidió casarlos.
También les encomendó que le ayudaran en su antigua tarea de gobernar la tierra y sus habitantes. Cuyén, de carácter suave y corazón dulce y tierno, atendería las necesidades de mujeres y niños. Y Antú se preocuparía por los hombres. Todo iba bien al principio y ambos esposos recorrían juntos el cielo, prodigándose mucho afecto y cuidado. Pero... como suele suceder en los matrimonios, con el paso del tiempo comenzaron a surgir inconvenientes y discusiones entre ellos.
Un día Cuyén se quejó a Antú porque ya no era tan cariñoso y solícito con ella y con los mapuches. –“¡Ten cuidado con los hombres! ¿No ves que vas a quemarlos?”. Y efectivamente, cuando Antú andaba nervioso, se enojaba calentando con tanta fuerza que los manantiales se secaban y morían las plantas, animales y hasta los hombres. Antú en vez de calmarse y ver si su esposa tenía algo de razón, se enfureció más todavía y le dio una bofetada en la cara a Cuyén, tan fuerte que por poco la hace caer a la tierra. –“¡No te metas con mis asuntos, que yo sé muy bien lo que tengo que hacer!” - y calentó más todavía, dejando a los mapuches bien tostaditos.
Tan fuerte fue la cachetada que le dio, que la bella carita de Cuyén quedó marcada con los toscos dedos de Antú. Fíjate sino en una noche de luna llena y lo verás. ¡Pobre Cuyén!
Avergonzada y dolorida se alejó del iracundo Antú y emprendió sola su recorrido por el firmamento tratando de no mostrar las cicatrices de su rostro. Así es como solamente salía a hacer su tarea cuando Antú se acostaba. Pero aún triste y solitaria siguió cuidando de los mapuches con sus tenues rayos para alumbrarlos en la noche oscura. Recorría los cerros y valles acariciando tiernamente los dorados pétalos del amancay y la mutisia, y las altas copas de los árboles del bosque. Así, noche tras noche hasta que la aurora anunciaba la llegada de Antú y ella se escondía.
Algunas veces, al ver los primeros rayos del sol sentía nostalgia de la compañía y caricias de su esposo y acunaba en su corazón el deseo de la reconciliación. Mientras tanto, ¿qué sucedió con Antú?. Después que se le pasó el enojo, se arrepintió de lo que había hecho, pero su orgullo no le permitió acercarse a su esposa y pedirle perdón. Así siguieron por muchos siglos: Antú salía a recorrer el cielo de día, y Cuyén de noche. Un espléndido día de primavera, cuando los rayos de Antú comenzaron a calentar la tierra y hacían abrirse las flores, fijó su mirada en una grácil doncella pehuenche de hermosura sin igual y quedó hechizado por sus encantos. La raptó y se la llevó al firmamento para hacerla su compañera. Le puso por nombre "Collipal" (astro dorado). "Lucero" la llaman los blancos.
Desde entonces se los ve juntitos a la madrugada y al atardecer de los días despejados. Así pasaron varios siglos más hasta que una fresca tarde de otoño, cuando los bosques cordilleranos se tiñen de rojo, Cuyén se decidió a intentar la reconciliación. Antes que Antú se ocultara en su alcoba asomó su cara de luna llena por el horizonte adornada con los rayos más suaves y cariñosos que pudo. Una terrible desilusión le aguardaba.
Allá en el otro extremo del firmamento vio claramente a Antú y a Collipal besándose enamorados sobre las nubes rosadas. Una honda tristeza se apoderó de Cuyén y la amargura y el dolor hicieron que sus ojos se llenaran de lágrimas. No pudo contener el llanto y lloró, lloró y lloró... Las lágrimas de largas noches de sufrimiento solitario fueron cayendo sobre la mapu (tierra) y formaron los lagos y ríos del sur. Aún sigue llorando inconsolable y nuestros cristalinos lagos y ríos cordilleranos tienen la pureza clara y profunda de la "Ñuque Cuyén" (madre luna).