Revista Educación

Leyendo juntos: "¿Qué hay que enseñar a los hijos" ( I )

Por Filoabpuerto
FELICIDAD
"¿Qué madre o qué padre no se ha protegido más de una vez en la fácil excusa: «yo sólo quiero que mi hijo sea feliz»? Querer la felicidad para sí mismo o para otro es un exceso: es quererlo todo. Pero al decir: «sólo quiero su felicidad» estamos haciendo una confesión de modestia: no ambiciono nada, no pido, no exijo, sólo quiero que le vaya bien en la vida, que sea feliz. Nos hemos dado cuenta de que tratar de conseguir un hijo a imagen y semejanza nuestra es iluso y peligroso. Nada es mejor cultivo para la frustración que el deseo no reprimido de ver en el hijo la reproducción de una imagen que previamente tenemos de él. O esperar que sea la compensación de nuestros defectos y faltas. Yo no pude ser médico ni ingeniera de caminos: que lo sea mi hija. Nada más contrario también a la felicidad.
El estoico Séneca, que escribió sabiamente sobre la aspiración humana a la felicidad, dejó dicho que «la vida feliz es la que está conforme con la naturaleza de las cosas». Quería decir que el camino para ser feliz es aceptar la realidad -en este caso, la de los propios hijos- como son: con sus defectos, sus miserias y sus debilidades.
Es contraproducente para la tranquilidad del alma, que seguramente es lo más similar a la felicidad, forzar en exceso a la realidad.
Pero una cosa es forzar la naturaleza de las cosas y otra muy distinta y nada recomendable, dejar hacer. La felicidad no consiste en una especie de estado beatífico en el que todos los deseos y satisfacciones han quedado satisfechos. Ese estado sería, para empezar, inhumano, impropio de nosotros. Nuestro objetivo no es, en realidad, poseer la felicidad, sino más bien buscarla, algo mucho más limitado y que consiste en tratar de obtener el máximo rendimiento y satisfacción con lo que libremente hacemos. En realidad la felicidad no es un objetivo que pueda buscarse por sí mismo. Es el producto obtenido al hacer otras cosas viendo un partido de fútbol, leyendo un libro, charlando con los amigos, planeando unas vacaciones, enrolándose en una ONG.
Lo primero que hay que aprender para conseguir esas pequeñas porciones de felicidad que puede proporcionar la vida, es que el ser humano se distingue del animal en que éste actúa por instinto mientras el hombre escoge su forma de vida. El animal hace lo que le apetece cuando le apetece: un perro ladra, come, duerme o juega cuando su instinto selo pide. El hombre, por el contrario, puede-digámoslo así- tomarse un respiro frente a lo que le pide el cuerpo. El hombre piensa, calcula ,mide, elige, decide y va construyendo su propia felicidad.
Por lo menos, lo intenta. Pues bien, esa diferencia el niño la desconoce.No sabe que lo que apetece en cada momento puede no ser lo más conveniente. Tiene que aprender a controlar las emociones, a esperar, a establecer una distancia entre el estímulo y la respuesta.
Algunos filósofos han insistido en que hay que aprender a distinguir la felicidad del placer. La idea era, en principio aceptable, pero dejó de serlo cuando la diferencia entre felicidad y placer se quiso llevar demasiado lejos, especialmente por obra de los puritanismos y fundamentalismos religiosos. Mi generación, y varias generaciones anteriores a la mía, por ejemplo, crecimos con la idea de que todo lo bueno, apetecible y placentero, era pecado. Es una táctica equivocada para descubrir la felicidad. Los dos grandes maestros del ser humano -dijo el utilitarista Bentham- son el placer y el dolor. Vamos en pos del placer y evitamos el dolor y el sufrimiento. Lo único que el humano puede y debe hacer, y que no hace el animal, es aprender a distinguir y jerarquizar placeres y dolores. A esta capacidad los griegos la llamaron «templanza». Orientar a un niño con respecto a la felicidad es habituarle a la templanza. A reprimirse cuando haga falta. A ser incrédulo con respecto a los modelos de felicidad que ofrecen la sociedad, el mercado, la política.
Ya lo dijo Aristóteles: la felicidad no consiste en obtener lo que la mayoría de la gente cree: dinero, éxito, poder, honores, belleza. Todas estas cosas ayudan, por supuesto, a estar bien con uno mismo, pero no son la felicidad misma. La felicidad -concluía el mismo filósofo- consiste en ser una buena persona
¡Vaya conclusión! ¿Qué es ser una buena persona? ¿Es que alguien puede saberlo? Estamos ante una de las grandes preguntas de la filosofía moral, ésas que no tienen respuestas definitivas, pero nos ayudan a pensar. No hay modelos que retraten a las buenas personas.
Es más: lo que los niños de hoy perciben como modelo es lo contrario de lo que dijo el filósofo: es feliz el más fuerte, el más rico, el más guapo, el más duro, el que sale vencedor de todas las batallas.
Es bueno el que gana y malo el que pierde. Ahí está la dificultad.
En este mundo de competencias, de perdedores y ganadores, ¿cómo hacerle entender a un niño que la felicidad se busca de otra forma, que no siempre es importante ganar y, sobre todo, que ganar no es lo que aparece como tal?
Contestar a estas preguntas con brevedad es imposible .A riesgo de simplificar y de dejar de decir muchas cosas, se me ocurre que, en nuestro mundo, hay por lo menos cuatro riesgos que crean malentendidos sobre la vida feliz. Para combatirlos, habría que tener claro lo siguiente:
1.:La felicidad no consiste en tenerlo todo ni en conseguir todo lo que uno se propone. Ser ambicioso es positivo, pero dado que no todo saldrá a nuestro gusto, es preciso aprender a superar y vencer las adversidades. Es la gran lección que nos enseñaron los estoicos, los únicos filósofos que se enfrentaron de
veras a los grandes problemas de la existencia humana: la enfermedad, el fracaso, la muerte.
2.:La felicidad sólo se consigue en compañía. Necesitamos a los otros para vivir y para ser un poco felices. y, al decir, los otros, no es legítimo pensar sólo en «los nuestros», sino en los que son realmente «otros». La televisión nos acostumbra a contemplar con impasibilidad absoluta el sufrimiento y la tortura
a que está sometida mucha gente.
Esa satisfacción con lo propio independientemente de lo que ocurra fuera se llama mezquindad.
3.:Hay una búsqueda de felicidad que acaba siendo autodestructiva porque convierte en fin lo que sólo era un medio. La adicción a las drogas, las sectas destructivas, la promiscuidad sexual, son mitificaciones de placeres que, a falta de control, acaban volviéndose contra uno mismo. Lo que los adultos deben preguntarse es hasta qué punto fomentan y no corrigen esas ideas de que la felicidad está en lo que produce sólo un placer inmediato.
Hasta qué punto lo están enseñando con su propia vida y con un dejar hacer que no sirve para formar criterio. La satisfacción de cualquier capricho, el recurso a los regalos como solución del aburrimiento, el consumo sin limites, favorecen la confusión de la felicidad con la satisfacción inmediata."( Pag 14-16)
Fuente: extractos del capítulo 1 " ¿Qué hay que enseñar a los hijos? "Victoria Camps

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