Un hombre que posiblemente había asesinado a su sobrina se ahorca sobre montoncitos de sal, indicando así que se ha hecho justicia, mientras que su viuda trata de huir de la pena de muerte dictada contra ella por otros familiares de la niña.
Esta historia parece un auto sacramental muy anterior a la definición de los derechos humanos y a la justicia de una sociedad sin pena de muerte, ni siquiera con cadena perpetua, y cuya Constitución demanda la rehabilitación de los delincuentes.
Pero que choca con las leyes gitanas: implacables, violentas, y que a menudo se ejercen en masa como en Fuenteovejuna: a quien creen culpable lo matan “todos a una”. Feroces leyes y ritos de honor y justicia que conocemos, pero ante las que callamos.
Desde el siglo XV ha fracasado la integración total de la minoría gitana en la mayoría paya, aunque muchos miles de entraron en la corriente común, individualmente o en pequeños grupos, forzados o voluntarios, y cualquiera de nosotros puede descender de ellos.
Pero los clanes gitanos siguen con sus leyes bárbaras, y ni siquiera las instituciones democráticas se atreven a gritar: “¡¡Basta ya!!”.
Tampoco se ha logrado una convivencia general amistosa mayoritaria entre payos y gitanos, y no solo por racismo, sino porque son sociedades que se segregan mutuamente.
Cinco siglos malogrados, y esta falta de experiencia integradora vamos a sufrirla todos: lo mismo los grupos de inmigrantes con identidades no menos definidas que están llegando a España, que los gitanos y los payos.