Publicado en eldiario.es el 1 de mayo de 2017
La última salida de la política de Esperanza Aguirre permite reflexionar también sobre el sentido y el significado real que tiene el liberalismo económico contemporáneo, y no sólo en nuestro país.
Esperanza Aguirre, y quienes la han rodeado, se presentaba a sí misma como la expresión de la política liberal más auténtica, como una Thatcher española capaz de darle la vuelta a la sociedad y a la ideología dominantes. Y a su alrededor se han cobijado en los años en que ha estado en el poder los liberales más preclaros de la vida social española, intelectuales, catedráticos, inversores, grandes empresarios y jóvenes delfines, todos ellos predicadores de la “libertad de mercado” y enemigos acérrimos de todo tipo de intervencionismo público y estatal (del cual, por cierto, obtienen buenas rentas la inmensa mayoría de ellos).
Los seguidores de Esperanza Aguirre y ella misma han sido los más vibrantes defensores del mercado como mecanismo supremo de solución de todos los problemas económicos. Y lo curioso es que esa defensa exacerbada del mercado se ha conseguido equiparar (es verdad que no sólo en España y en el entorno de Esperanza Aguirre) con la defensa de lo eficiente, de la máxima competencia y, lo que todavía resulta más increíble, de la libertad. En contra de esa retórica liberal que entroniza al mercado, lo que el gobierno de una liberal como Esperanza Aguirre ha supuesto en la práctica está bien claro: una conspiración constante para disponer del poder público suficiente que permita acumular la mayor cantidad posible de riqueza pública en manos privadas. Una conspiración a veces tan enfermiza y acentuada que ha terminado convirtiéndose, según se va descubriendo, en el origen de una auténtica organización criminal dirigida a vaciar a manos llenas las arcas del Estado.
La eficiencia de las políticas liberales que ha llevado a cabo Esperanza Aguirre está igualmente clara cuando se comprueba que las privatizaciones efectuadas sólo han servido para poner recursos hasta entonces públicos en manos privadas, pero no para generar menores costes o más eficiencia. La privatización de amplios sectores de la sanidad o la educación no ha creado servicios mejores, más eficientes, más transparentes o más baratos, sino que, por el contrario, ha generado mayor gasto, aunque, eso sí, ahora destinado a colmar los bolsillos privados. Y es normal que eso haya sido lo que ha ocurrido porque la identificación automática entre mercado y competencia, eficiencia o libertad no es sino un gran mito sin ningún fundamento objetivo o científico.
Defender el mercado sin ningún otro matiz, como suelen hacer los liberales, es una simpleza porque en realidad no existe “el” mercado. Mercados hay muchos, con naturaleza y efectos muy variados, y para que se pueda decir que un mercado es plenamente eficiente o mejor que una buena decisión pública, a la hora de asignar recursos, deben darse una serie de condiciones y requisitos muy estrictos (por ejemplo, información perfecta y gratuita a disposición de todos los sujetos, plena homogeneidad de los productos y ausencia total de barreras de entrada a los mercados) que es casi, por no decir que totalmente, imposible que se den en la realidad.
La competencia, lejos de ser una condición innata o consustancial a los mercados, es desgraciadamente lo primero que se quiebra cuando los mercados se pone a funcionar si éstos no están convenientemente regulados, es decir, si no hay un buen anillo de derechos de propiedad que proteja a los mercados de sí mismos, de las fuerzas auto destructoras que genera el afán de lucro desmedido, la concentración de la riqueza y la vía libre para los más poderosos, condiciones que son las que suelen predominar en los mercados contemporáneos. No hay forma posible de hacer que los mercados se acerquen al ideal de la eficiencia y la competencia que no sea la de una buena regulación, el establecimiento de un adecuado sistema de normas. Y eso sólo puede garantizarse justamente cuando hay un Estado que funciona correctamente y, sobre todo, no sometido a los dictados del propio poder de mercado del que disponen quienes tienen privilegios en su seno. ¿Acaso privatizar para destinar más recursos, más servicios o más obras, más negocio, a los grandes promotores y constructores que dominan en condiciones de oligopolio el mercado tiene algo que ver con la competencia perfecta y con la mayor eficiencia? Debilitar al Estado, como hacen los liberales cuando gobiernan, es lo contrario de lo que se precisa para fortalecer la competencia y la eficiencia, y justo lo que desean quienes ya tienen gran poder de mercado para aumentarlo.
Los mercados de hoy día, los que han contribuido a diseñar y a proteger las políticas liberales de nuestro tiempo, son mucho más imperfectos que nunca y, por tanto, más ineficientes. Es una quimera, por no decir que un miserable engaño, decir que en ellos predominan la competencia o que sólo allí es donde la eficiencia va a alcanzar su máxima expresión. Ocurre todo lo contrario: lo que han conseguido las políticas liberales como las que han puesto en marcha los gobiernos de la liberal Esperanza Aguirre ha sido erradicar todavía más la competencia, oligopolizar los mercados y hacerlos, en consecuencia, mucho más ineficientes, y mucho más onerosos para la inmensa mayoría la población.
Pero si hay un mito singularmente exagerado en relación con el liberalismo es el que hace creer que al defender los mercados se defiende la libertad en su sentido prístino, en su más auténtica expresión. Es un mito porque lo que hacen las políticas liberales con el pretexto de dar libertad a los mercados es simplemente aumentar la de quienes los dominan en su exclusivo beneficio. La libertad en el mercado es una auténtica quimera cuando los derechos, o quizá mejor dicho los poderes de apropiación están definidos de una manera tan desigual y asimétrica como hoy día lo están. En las condiciones de funcionamiento de los mercados que imponen las políticas liberales, que en España no son otras que las que benefician a las más grandes empresas, la libertad que puede alcanzarse solo es la misma que Anatole France decía irónicamente que proporcionaba el derecho en nuestras sociedades: “La Ley -decía-, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”.
De hecho, la paradoja más grande que tienen los mercados es que, incluso si se dieran las condiciones que les permitieran ser completamente eficientes con carácter general, es decir, en todos los ámbitos de la economía, se necesitaría una autoridad central, o hablando en plata un dictador, que distribuyera satisfactoriamente la renta.
La razón es sencilla y la explico con más detalle en mi libro Economía para no dejarse engañar por los economistas (Ediciones Deusto): de ser eficientes (lo que ya de por sí es dudoso), los mercados solo lo serían logrando que los sujetos económicos adquieran los bienes y servicios en su uso más valioso o más barato. Pero es evidente que para que los sujetos puedan adquirir (eficientemente) esos bienes y servicios deben de haber dispuesto ya de ingresos. Y también lo es que, una vez adquiridos los bienes, la distribución de esos ingresos ya es diferente a como lo era antes del intercambio realizado. Por tanto, para que se pueda decir que los intercambios llevados a cabo en los mercados proporcionan a todos los sujetos (a la sociedad en general) la máxima satisfacción o bienestar, es imprescindible que todos los sujetos estén satisfechos con la distribución de la riqueza inicial y con la resultante. Y como esa satisfacción no la puede dar por definición el mercado ha de darla una autoridad central, el dictador. Un significativo detalle que se le olvida mencionar a los liberales cuando nos quieren hacer creer que al defender el mercado defienden la libertad.
Mercado y libertad son dos conceptos que, en realidad, no tienen por qué coincidir y que, en las condiciones de mercados imperfectos que crean las políticas liberales, es cuando menos coinciden. Los liberales defienden el mercado que les conviene a los grandes oligopolios pero de esa forma no defienden ni la competencia, ni la eficiencia ni, por supuesto, la libertad.