¿Quién no ha sentido alguna vez la desagradable sensación de no poder dejar de darle vueltas a algo? Algunas veces, estas preocupaciones ocupan tanto espacio en nuestra vida que impiden que nos concentremos, nos quitan el sueño, las ganas de salir y acabar instalándose en nuestra vida cotidiana como algo que de forma irremediable nos acompañaría todo el tiempo.
¿Cómo llegamos a esta situación? El mecanismo que nos conduce a la obsesión es realmente curioso, ya que surge de lo que podría definirse como una forma de abordar los problemas “lógica” y “sensata”.
La obsesión comienza siempre con una idea o una situación de incertidumbre que nos asusta o que nos genera duda o temor. Podemos obsesionarnos por los temas más dispares: la duda de que nuestra pareja puede sernos infiel, el miedo de que algo malo les ocurra a nuestros hijos en las excursiones escolares o la inseguridad ante un trabajo que no sabemos si seremos capaces de desempeñar. Existe el miedo a contagiarnos de alguna enfermedad, a que entren a robar en casa o ante cualquier situación que implique tener que decidir.
Otra forma muy común de obsesionarse es repasar una y otra vez las conversaciones y las situaciones que hemos vivido, preguntándonos que hubiera sucedido si hubiéramos actuado de otra manera, si hubiéramos pronunciado otras palabras. También solemos anticipar situaciones o conversaciones del futuro próximo que nos resultan problemáticas y que no podemos dejar de recrear en nuestra imaginación.
Todas estas situaciones nos llenan de desasosiego, esa sensación tan desagradable de no tener ningún control sobre lo que nos acontece. ¿Y qué hacemos ante esto? ¿qué es lo que nos dice el sentido común? ¿que tenemos que hacer ante la incertidumbre o el miedo a que algo pueda ir mal? La respuesta parece obvia: asegurarnos, buscar la manera de sentirnos seguros. Y eso significa comprobar todos los elementos que pensamos que pueden intervenir en los acontecimientos que nos preocupan. Así si tenemos miedo de que entren a robar en casa, no parece suficiente que cerremos la puerta al entrar sino que, antes de irnos a dormir comprobaremos que, efectivamente la puerta está cerrada. Si tememos enfermar por estar en contacto con cosas que no están suficientemente limpias, la solución “lógica” parece ser la limpieza, cada vez más frecuente y concienzuda. Si pensamos en la posibilidad de haber cometido un error en el trabajo, nada más “sensato” que repasar lo que ya hemos hecho. Hasta aquí todo normal, nadie calificaría esta actitud como problemática.
El problema surge cuando, una vez comprobado aquello que nos ocupa, nos asalta una nueva duda. ¿“Y si no lo he comprobado bien”?, “¿Y si el hecho de lavarme las manos no ha eliminado totalmente algunas bacterias patógenas?”. Con estas nuevas dudas vuelve el malestar de la inseguridad. Si caemos en la tentación de volver a comprobar lo que hemos hecho estamos poniendo en marcha una secuencia “duda-comprobación” que nos obliga a volver a asegurarnos cada vez que nos asalta la duda para así quedarnos tranquilos.
Sin embrago cuanto más lo hagamos, más necesidad tendremos de hacerlo, hasta el punto de que la repetición se convierte en una compulsión que no puede abandonarse. Como dice el psicólogo Giorgio Nardone, “el intento por controlar una realidad amenazadora parece tan razonable que no puede ser interrumpida”. De forma que una buena solución se convierte en una condena.
Todos podemos experimentar una obsesión, pero por lo general acabamos por eliminarla o por no prestarle atención. Pero cuando este comportamiento perdura en el tiempo y las compulsiones que genera impiden la vida diaria de la persona, podemos hablar de patología: el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC). En estos casos, conviene buscar ayuda médica: los tratamientos combinados resultan efectivos. La persona afectada puede aprender a enfrentarse a su miedo progresivamente, a la vez que deberá desarticular ciertas creencias internas relacionadas con frecuencia con los sentimientos de culpabilidad y responsabilidad.
Pero estos casos no son los más comunes. Cuando alguien nos dice que está obsesionado suele referirse a la imposibilidad de dejar de darle vueltas a un tema o a varios. En este caso, el mecanismo es el mismo, tenemos una duda, una preocupación, y buscamos una solución que pueda dejarnos tranquilos. Ante la incertidumbre que nos genera el tema, ponemos toda nuestra mente a trabajar para buscar una respuesta que nos haga sentir “seguros” de que lo que tememos no va a pasar. Sin embargo, no podemos adivinar el futuro, así que cuanto más analizamos y buscamos soluciones para posibles situaciones con las que nos podemos encontrar, más dudas nos surgen. Y estas nuevas dudas nos obligan a buscar nuevas respuestas, que generarán otras muchas dudas… El círculo vicioso ya funciona solo y nos es imposible detenerlo.
Como decía el filósofo Immanuel Kant, los problemas no derivan de las respuestas que nos damos sino de las preguntas que nos hacemos. Si la pregunta se formula erróneamente solo se puede esperar una respuesta patológica que desencadena un problema que crece en espiral. Esto quiere decir que, por más que lo intentemos, no hay soluciones teóricas para los problemas de la vida.
Cada vez que intentamos estar seguros de forma teórica -o sea anticipando y analizando-, no hacemos más que aumentar nuestra inseguridad. Y, además ponemos en marcha un bucle duda-respuesta que acaba ocupando todo el espacio, como si fuera una nube negra alrededor de nuestra cabeza que se interpone entre nosotros y cualquier otra vivencia posible, porque cuanto más intentamos no pensar en ello, más presente está. La vida, más que pensarla, hay que vivirla. En la acción encontraremos el mejor antídoto contra la inseguridad.