la Florin, prieten veșnică
El pianista rumano Dinu Lipatti, interpretando el Nocturno op. 27, 2 de Chopin.
Recién llegada a París en 1990 conocí a un refugiado político rumano de 16 años. La suya no era una biografía sórdida, sino muy normal: un chico nacido en una familia de clase media bajo el régimen comunista, con unos padres profesores y dos hermanos más. En 1990 ya tenía un nivel de matemáticas muy por encima de lo normal para un bachiller español o francés (él decía que gracias a la calidad de la escuela matemática de Budapest), unos dones artísticos para la música y la pintura incuestionables y una cultura musical capaz de hacer palidecer a un profesional. Reconocía cualquier fragmento e interpretación de Beethoven y él fue de gran ayuda en la preparación de mi concurso de acceso al Conservatorio de París, a fuerza de escuchar tríos, cuartetos, sinfonías y todo lo que se nos pusiera por delante.
Planeó con paciencia y minuciosidad su fuga de Rumanía y, aprovechando una excursión del colegio, supongo que en una parada de rutina para ver un monumento o echar gasolina... se escapó. Sin ropa ni dinero. Atravesó Europa. Un abogado altruista de Estrasburgo le consiguió el estatuto de refugiado político cuando ya había una orden de búsqueda y captura contra él. Durmió en calles, pasó días sin comer, se acostumbró al frío, evitó peligros de todo tipo, y, cuando yo le conocí, ya había podido retomar el contacto por correo con su familia pero le quedaba mucho por superar.
En una juventud donde nosotros vivíamos bien, él conoció penurias sin un segundo de autocompasión. Aparecía sin avisar en nuestras habitaciones para comer caliente o dormir tumbado en una manta en el suelo. Su «casa» era prácticamente la biblioteca del Centro Pompidu, cuyo acceso libre la ha convertido en el mejor lugar para muchos sin techo de París. Allí copiaba los dibujos de Leonardo da Vinci o aprendía de memoria sinfonías y sonatas. Estudiaba sin parar, pero sin ritmo, en medio de un aparente caos. El resto del tiempo vagaba por las salas del Louvre, gracias al pase mensual en el que se gastó el poco dinero que tenía. El arte primero, la comida después. Era imprevisible pero siempre podíamos contar con él.
Esta historia no solo tiene un final feliz (mi amigo es uno de los matemáticos de la univesidad de París y su hija lleva el nombre de una de sus óperas preferidas) sino una gran lección. Aquellos jóvenes sorprendidos que éramos preguntábamos una y otra vez: «¿por qué?», «¿Por qué renunciar a una vida tal vez modesta pero digna, a una familia, a una cama, a libros, juegos, amigos... ponerse en peligro y mal vivir durante años?» Una única respuesta salía de su boca y siempre la misma: libertad.
Yo la escuchaba entonces como podía entender que Isaac Albéniz se hubiera fugado con 11 años o que los grandes científicos y artistas no se habían sometido cuando creían estar en lo cierto, y, antes de renunciar a sus ideas, se habían dejado matar o se habían resignado a vivir en la pobreza. Hoy lo entiendo de otra manera, no solo por la edad, sino porque sé que a poca vocación artística o creadora que uno tenga la libertad no es negociable. Es una ingenuidad pensar que puede someterse o domesticarse el anhelo de libertad que reside en un gramo de espíritu creador.
En aquella primavera del año 90, mi amigo rumano no tenía miedo al mañana: estaba completamente seguro de su talento matemático. No le preocupaba haber dejado el curso a medias o no tener la selectividad. Se sabía capaz de aprender francés, italiano o chino y se sabía capaz, sobre todo, de resolver fórmulas que estudiantes de 4º de universidad no habían estudiado aún. Se sabía capaz de cambiar su destino.
Mucha gente, incluso gente joven, no cree hoy en día en el valor del talento y del estudio. Yo sí. He visto una y otra vez como los dones y el esfuerzo han realizado los sueños más increibles, en las circunstancias más difíciles. Entiendo que la ineficacia y la hipocresía de los sistemas actuales desmoralice por completo. Tal vez hay que aprovechar un descuido y escaparse, como hizo mi amigo, en primer lugar, en busca de libertad, para decir lo que uno siente y piensa sin pagar un precio injusto y desorbitado por ello; y, en segundo lugar, a la búsqueda de un futuro mejor. Porque lo peor de tanta sumisión es eso: ¿a dónde nos lleva?
El creador del imperio Apel, Steve Jobs, lo dejó dicho en su discurso al recibir el doctorado honoris causa en Standford: dijo que sus padres adoptivos se habían empeñado en darle una formación que él no había sido capaz de terminar porque simplemente le aburría. Habló de pasión, de creatividad y de talento. Habló de inspiración.
Libertad e inspiración.
Carlos Kleiber dirigiendo la 7ª Sinfonía de Beethoven