Revista Cultura y Ocio
Un supermercado es un gran expendedor de productos de consumo. Viajas a través de sus pasillos con tu cesta, con tu carrito, y vas añadiendo una a una las viandas de la semana, del mes. Nada es sorprendente en un supermercado; cada sección está marcada con eficacia, para que el cliente localice fácilmente cada unidad de compra. Cada producto esta marcado con su precio u oferta. En un supermercado no hay comunicación, cada cual realiza su recorrido funcional hasta acabar en una de las cajas alineadas en batería. Pagas, desalojas el carro y a tu casa.
El antónimo de un supermercado es la librería. Pese al carácter comercial de ambos establecimientos, la librería no invita a un consumo rápido. Cuando entras en ella, a no ser que vayas con un objetivo fijado con antelación, lo más probable es que reduzcas el paso, que realices un barrido rápido del lugar, apreciando los pequeños cambios en los expositores. Si eres cliente habitual o conocido, quizá saludes al librero, le consultes tus dudas bibliográficas o le pidas que te indique en qué lugar de la librería puedes encontrar tal o cual obra. Si eres un autodidacta, pasearás por el perímetro, picoteando de libro en libro, ojeando alguna que otra novedad o descubrimiento personal. Puede que te animes a leer la información de la contraportada o el primer párrafo. A mí me gusta hacer un barrido tridimensional de algunos libros; observar la imagen de portada, el lomo, la textura externa; abrir al azar una página, buscar la biografía de un autor desconocido, leer el índice de los ensayos, comprobar si contiene ilustraciones... Disfruto repitiendo la gimnasia rutinaria: agacharme para revisar títulos, subirme a los estantes superiores, comprobar precios en el tepeuve; rodear las mesas repletas de libros, sin abrir ninguno de ellos. Casi siempre, entro en una librería por morriña; echo de menos la experiencia de transitar ese espacio singular, poblado de libros que nunca leeré, que ya he leído y quizá olvidé, que aún no he leído y me esperan ahí, a un palmo de mis manos, sin saberlo. Me sucede algo similar con el cine: me encanta el acto mismo de acercarme a la sala, de repetir el ritual profano de comprar la entrada, dársela al revisor, sentarme con tiempo en la butaca y esperar a que se apaguen las luces. Este intervalo hasta que comienza la película es único, no puede pagarse con nada. Igual me sucede cuando entro en una librería. Quizá no compre ningún libro, pero salgo de allí con la sensación de haberme cargado de una inefable energía.
Ramón Besonías Román