Revista Cultura y Ocio
Concluyo el Libro de la orden de caballería, de Ramon Llull, en la traducción de Luis Alberto de Cuenca (Alianza Editorial, Madrid, 1996). Y, pese a las expectativas (esperaba algo más brillante desde el punto de vista literario, y algo más místico desde el punto de vista ideológico), me ha defraudado. El sistema de “razonamientos” que Llull enarbola para justificar los atributos que han de ser observados por el caballero es pesadísimo y enojoso, porque siempre procede por la “vía contraria”: si fuera no-X lo lógico en un caballero, la caballería sería absurda; luego ha de ser X. Dicho una vez, resulta llamativo; pero usado con la profusión agobiante y tediosa con que Llull lo emplea, cansa y disgusta. Además, resulta frustrante comprobar cómo, a pesar de los disfraces que se le quieran poner, la caballería es concebida como un ejercicio elitista y reaccionario, cuya función es mantener el sistema. Así, en la 2ª parte, epígrafe 8, cuando califica de “malvado” al caballero que se pone al lado del pueblo contra la autoridad del poderoso (¿y si éste es un déspota?). Entretanto, la gente de ese mismo pueblo debe trabajar los campos para alimentar copiosamente al caballero (1ª parte, 9). La monda. Es inconcebible que saliesen muchos don Quijotes de este acúmulo de melindres tendenciosos, clasistas y pseudorreligiosos.
“El hombre por su naturaleza se halla en mejor disposición de tener noble corazón y de ser bueno que la mujer”. “Sería conveniente cosa que se hiciese escuela de la orden de caballería”. “Poco sabe de encomendar quien a lobo hambriento encomienda sus ovejas”. “Antes debe el caballero ser herido y llagado y muerto que los hombres que le están encomendados”.