Revista Opinión

Libros

Publicado el 24 mayo 2010 por Rbesonias
Libros
Lo que me sucede con el cine, con justicia puedo aplicarlo también a los libros. Me encanta 'ver películas', tanto cuando las saboreo o cuando mi mente se balancea, reflexiva, en cada escena, como en aquellas ocasiones en las que engullo con avidez infantil sus fotogramas. Pero el disfrute que siento deleitándome con la proyección no es menor a aquel que me sobreviene durante el ritual de los preliminares. 'Ir al cine' viene a ser algo así como abrir sin prisas y expectante el envoltorio de un bombón. Durante ese instante, a priori insignificante y fácilmente olvidable, se fragua a fuego lento el deseo de ver la película. Sin esa liturgia inicial, la proyección vendría a ser la insulsa adquisición de un producto cultural.
Caminar o coger el coche hasta el lugar elegido; colocarse en la cola de taquilla, radiando a tu acompañante
durante la espera la prosaica letanía de la semana laboral; saludar con simpatía aprendida pero sincera a la taquillera e indicarle con seguridad tu elección; pagar -casi siempre con gusto- el tributo, recibiendo a cambio el codiciado boleto de entrada, justa moneda a Parnaso... Aún guardo con celo, desperdigadas en inhóspitos rincones de la casa, numerosas entradas de cine, muchas de ellas ya sin título que discrimine la película que en su día celebré como un instante único. Mis preferidas son las antiguas, de colores, pequeñas y rectangulares, fabricadas en un papel acartonado que con el manoseo y el paso del tiempo han mudado de piel. Casi daba pena que el revisor las agujereara o rasgara como crédito al pase. "Sala 2, al fondo a la derecha", te indica con voz de expendedor. Caminas hacia la boca de la sala, no sin antes pasar -si la película lo pide- por el oasis, en busca de racionamiento. Entras por el pasillo de acceso como el pugil hacia el ring o el gladiador al coso. Posees la certeza de que allí dentro todo es diferente. Aún no se ha encendido la pantalla, pero sabes que lo hará, esperas con ilusión de infante el momento en que la linterna mágica desate seres e historias ante tus ojos. Fuera de la sala o dentro de tu cuerpo quizá las leyes de la física sigan rigiendo el mundo con precisión de relojero, pero aquí dentro, frente a esta fertil matriz, gravitamos sin más horizonte ni referencia que la hipnótica fabulación que nos retiene en la butaca.
Por mucho achedé, tresdé, led o home cinemas que intenten simular la magnitud y la comodidad de una sala de proyección, nunca podrán ofrecerte la sencilla, pero gratificante experiencia de
'ir al cine'. Podrás comprarte lo último en sonido envolvente, sentir en tu televisor la tridimensionalidad o la magnificencia de un pantallón de plasma, última generación, pero es imposible recrear sin salir de casa el rito cotidiano de 'acercarse al cine' y compartir con decenas de fieles cinéfilos el misterio a voces que esconde cada película.
Una sensación similar -de estar ante un placebo- siento cuando tengo entre mis manos un libro electrónico (ebook). Las palabras que contiene el libro en papel son las mismas que en formato digital. Lo sé. También sé que un ebook te permite tener en un espacio minúsculo, alojado en una tarjeta de memoria, una biblioteca que en papel requeriría un Taj Mahal.
Todo eso ya lo sabemos y alabamos que la tecnología nos permita acceder a tales ventajas. Sin embargo, aquellos que hemos probado la experiencia física de leer un libro encuadernado, sin obviar las evidencias ni sentir urticaria por el formato digital, nos doblegarnos con reverencia irracional hacia nuestros libros.
Como en el caso del cine, el propio acto de comprar un libro o recibirlo como regalo, tomarlo entre tus manos, batir sus hojas, olerlo -¡Dios, nada hay comparable al olor de un libro recién abierto!-, sentir en tus yemas la dúctil fortaleza del lomo, ojear al azar alguna página fugaz o comenzar a leerlo, obligando a la costura a ceder ante el despliegue de sus hojas... O simplemente dejarlo al borde de una mesa, en la cocina o en una estantería, sabiendo que hoy, la semana que viene, o quizá cuando la dicha o las ganas se presten, el libro volverá a requerir de nosotros. Sólo ya esta ceremonia doméstica, sin necesidad de más aditivos, merece tanto y más que aquello que el libro pueda albergar en su interior.

Quizá algún día otras generaciones sientan algo así con su preciado ebook y aireen como yo sus querencias, alegando las virtudes de su viejo formato. Sin embargo, ni ellos, ni los que les sigan, podrá
nunca comprobar cómo la raída superficie de sus libros envejece al tiempo que ellos, dibujando entre sus páginas, con precisión, la vida que viviemos.

Ramón Besonías Román



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