Revista Cultura y Ocio
Hay un anhelo platónico en ser un soldado imperial, en ser el sombrerero loco del delirio de Lewis Carroll, en tocar como Hendrix en Monterrey o en retirarse una temporada a un balneario y escribir una novela con el propio Thomas Mann supervisando los capítulos. Lo que no tenemos a mano, cuanto está fuera de nuestro alcance, se acerca si lo escribimos o si lo leemos. La literatura, la cinematográfica y la libresca, nos abastece; nos conduce a donde no iríamos nunca. Le debemos ese viaje. La ficción es el combustible de la realidad, el lado oscuro - o luminoso o atroz o sensual -, el que hace soportable lo irracional que es. Por eso leemos, por eso escribimos. Y leer y escribir nos hace ser otros. Otro falso, si se me permite. Bendita impostura ésa. Somos Gregor Samsa al despertar y ver las extremidades que le inventó Kafka o Hans Solo pilotando el Halcón Milenario en Stars Wars o Paul enjabonando a Jeanne (tan anárquica, tan peluda) en un piso sin muebles en París. Las vidas que no son nuestras son las que de verdad deseamos. Lo propio, lo que damos como nuestro, es una instancia más, a veces la menos soportable. Hoy un amigo me ha hecho pensar en si la vida que llevo se asemeja a la vida que escribo. Quizá no había caído en ese matiz o sólo lo he entrevisto, sin la atención que merece, como si no tuviese instrumentos con los que razonarlo. Y no los tengo. Sólo he visto a Chewbacca tocando el saxo de Clarence Clemmons y a un stormtrooper emulando a Bruce Springsteen en la inmortal portada del Born to run. La vida queda en un lugar de difícil asiento al que le aplicamos con esmero un barniz de ficción. Por si así es más fácil atravesarla. Por si necesitamos tener a mano un refugio.