El verano siempre nos regala libros que nos sacan de nosotros mismos y, temporalmente, vivimos la vida de otros y respiramos el aire de otros. Se trata de libros que luego te acompañan también en las noches de invierno, ahí, en pleno bosque, cuando acalla el murmullo de las preocupaciones y quedas bajo el abrigo de la manta. Son libros que se convierten en libros amigos, que de repente ya no se los dejas a nadie, o a casi nadie, no se vayan a perder, para siempre. Son libros que adquieren cuerpo, peso, concreción, y necesitas volver a ellos respirándolos por temor a que ya no huelan. Este verano, como tantos otros, me ha traído a Tanizaki, El elogio de la sombra. Una maravilla que ya alumbra lo que llamo vivir entre niebla, retirado de ese electricismo en el que el hombre occidental se haya instalado. Vivir la luz, y las sombras, es también una forma de estar y de hacer mundo.
"En aquella ocasión, me había propuesto botar una pequeña embarcación en el estanque del templo de Suma. Invité a un grupo de personas y dispuse también que llevásemos la cena en las tradicionales cajitas apiladas. Cuando llegamos al lugar, comprobamos que las orillas del estanque estaban engalanadas con luces eléctricas de todos los colores. La luna estaba en su sitio, pero era como si no estuviera. Cosas así ocurren continuamente. Por lo visto, en los últimos tiempos la luz eléctrica nos ha entumecido los sentidos y nos ha convertido, curiosamente, en personas insensibles a las inconveniencias que se derivan del exceso de iluminación".