Hay quien sufre la compulsión de leer cualquier pedazo de papel impreso que tiene a la vista: ternura sin civilizar. El lector civilizado tiene esos inconvenientes que la lectora salvaje desconoce.
«Todo lector es dueño de un lenguaje encriptado que delinea las fronteras de su reino. En ocasiones ese lenguaje es fácil de entender y las fronteras del reino casi obvias: no es lo mismo decir Paulo Coelho que Mario Levrero; Sidney Sheldon que John Banville; La fortaleza digital que Yo el supremo; Isabel Allende que Grace Paley. Pero en ocasiones el lenguaje se pone muy sutil y entonces tampoco es lo mismo decir El palacio de la luna, de Paul Auster, que El libro de las ilusiones, de Paul Auster; ni decir Coetzee que Sándor Márai; ni decir Salinger y Bukowsky que DeLillo y Pynchon; ni decir Pedro Páramo que Cien años de soledad».
Foto de Lucía con su Tristram Shandy, publicada en el Verano Tökland de fotografía
Leer a toda costa, con el alma encerrada en un corazón de palabras, ideas, historias, mundos, universos. Leer la vida con la mente y el corazón.
Con las buenas lecturas ocurre a veces que unas mismas páginas nos cuentan cosas nuevas. Se recorren a la inversa los caminos, vericuetos y pasadizos por los que se empezó a internar en los reales y ficticios mundos de papel para evaluar cuánto queda de aquel montaraz lector del siglo pasado.
«Formas eficaces de saber: lectores que sienten pánico -y la boca seca y una parálisis en el costado izquierdo y serias dificultades para respirar- cuando alguien les pregunta "si tuvieras que salvar un solo libro de un naufragio, ¿cuál sería?"; lectores que rechinan los dientes -y sudan y ensayan una sonrisa tiesa y piden por favor un vaso de agua- cuando alguien les pregunta "si no pudieras releer más que un solo libro durante el resto de tu vida, ¿cuál sería?"; lectores que sueñan que su biblioteca se inunda y que, mientras nadan en un mar de pulpa de papel, hunden los dedos en cubiertas que se deshacen como mantequilla: lectores que despiertan aullando. Formas eficaces de saber: el grado de envenenamiento, la dependencia del elemento tóxico».
«Libros, instrucciones de uso: declarar en público que no se ha leído el Ulises y mucho menos En busca del tiempo perdido (eso, que era antes inconfesable, ahora se lleva mucho porque habla a las claras de alguien que ha leído tanto que puede declamar esa ignorancia sin ser tildado de bestia). No decir nunca nada malo sobre La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (la misma regla es válida para cualquier título de Hunter Thompson, si se está en compañía de periodistas jóvenes). Evitar las siguientes discusiones, por peligrosas, con parejas queridas o amigos entrañables: a favor o en contra de American Psycho, de Breat Easton Ellis; a favor o en contra de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq; a favor o en contra de Las Correcciones, de Jonathan Franzen; a favor o en contra de Las benévolas, de Jonathan Littell. Mencionar, en cualquier reunión, al menos una vez a Berger, a Sebald, a Pessoa. Decir, cuando se tenga ocasión, que Sándor Márai es aburrido. Decir, con la vista perdida en el fondo de un vaso, que Truman Capote era manipulador. Decir, con un suspiro, que las novelas de Cortázar envejecieron mal, pero que en cambio, ah, sus cuentos».(...)«Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, un ejemplar de La tierra baldía, de T. S. Eliot. Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, el Gödel, Escher, Bach, de Douglas R. Hofstadter. Llevar bajo el brazo, al primer encuentro con un desconocido, Armonía celestial, de Peter Esterházy. O El oficio de vivir, de Cesare Pavese, o Luz de agosto, de William Faulkner, o las Confesiones, de San Agustín, o La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz, o Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Celine, o Noche sin fortuna, de Andrés Caicedo, o El mundo según Garp, de John Irving. Esa sutil demarcación del territorio, esa forma de decir, sin decirlo, soy elegante y levemente trágico, soy específico, soy muy sofisticado, soy tan oscuro que casi adolescente, soy clásico, soy bien distinto, soy muy moderno, ojo conmigo, soy enterado, soy muy feliz».
Veneciano de toda la vida leyendo sobre su lancha en el otoño de Torcello
(otra muesca en mi curriculum de voyeur)
Una utilidad más de los blogs: expresar al mundo ideas propias sobre la indomabilidad de la lectura y la percepción musical en general, y de la sensibilidad de melómanos y lectópatas en particular. Con la audición musical cultivada con estudios ocurre lo mismo que con la lectura: el refinamiento, las orientaciones y la selección minan el terreno de la inocencia.
Salvo que esté muy conservatorizado o muy filologizada, el musicómano y la lectomaníaca de verdad nunca dejan de lado el salvajismo, la pureza que otorga al espíritu un sentido inaprehensible, la insaciabilidad que lleva a reproducir en la mente una y otra vez esos compases, esos párrafos primordiales que ningún canon puede encorsetar, mucho después de cerrado el libro (el lector electrónico) o apagado el fonógrafo (el mp3 ó iPod).
«Sea como fuere, esto sucede una y otra y otra vez: la alegría infantil de sumergirse en una conversación inesperada con un completo desconocido para descubrirse, horas después —y bajo toneladas hipercalóricas de "¿leíste a tal?". "¡Sí! ¿Y leíste a tal?". "¡Sí! ¿Y leíste a tal?"—, pensando que ése sí, es el comienzo de una gran amistad».
Leyendo con el corazón, así me tituló el blog de Tökland esta foto
«Porque los libros son una forma de decir no me confundan. Ésta soy yo. En estas cosas creo. Ésta es mi patria».
El texto en color azul corresponde a fragmentos de El lenguaje mudo, artículo de la escritora Leila Guerrero, publicado en Babelia.