No podía ser en un ambiente y en un día más apropiado. Ocurría el domingo pasado en la Feria del Libro de Madrid, en el Retiro. A última hora de la tarde, César Antona, un librero, le pide por los altavoces matrimonio a su novia. La misma (me refiero a la megafonía) que había servido todo el día para anunciar los nombres de los autores que firman sus libros en las correspondientes casetas. Y Laura Pérez, bibliotecaria de la CAM, emocionada por la sorpresa ofrecida por su novio de una manera tan pública, dijo que sí.
La Feria estaba, en aquel momento, llena de gente que curioseaba con los títulos librescos y sus presentaciones, pero nadie se esperaba que alguien hiciera un anuncio como aquel. César Antona había aprovechado el momento más álgido de su trabajo para dar a conocer la noticia ante los oídos de todos. Claro que no era ningún título ni obra, ni estaba disponible en ninguna de las 350 casetas.
Tampoco Laura Pérez esperaba que su novio, con quien vive desde hace dos años, se le declarara “de forma tan pública y romántica”. Pero a alguien se le ocurrió coger el micro y decir: “¡Atención! Tenemos un mensaje poco habitual. Se trata de una petición para Laura Pérez, repito, Laura Pérez… Laura, tu novio, César Antona, nos ha pedido que te preguntemos si quieres casarte con él. Puedes pasar por las oficinas centrales de la Feria, situadas a la altura de la caseta 124, para darnos tu respuesta. Gracias”. Y Laura se hizo con él (su novio, no el libro) con un “si quiero” que se hizo de esta manera público.
Numerosos visitantes de la Feria empezaron a sonreír y algunos a aplaudir aquel mensaje. Otros pensaron si valía la pena anunciar aquella obra, de sobra conocida por todos los lectores, y si la moda inaugurada por César Antona de pedir matrimonio de una manera tan insólita, suponía apartarse del objetivo de aquella feria. Pero, lo cierto es que tan original anuncio no ha vuelto a repetirse. Al menos yo, que estuve ayer, paseándome por la Feria, no oí ninguno parecido.
También había menos gente y dicen que más calor. Así que me hice con una botella de litro que me iba refrescando cuando la boca se me empastaba y fui directo a las casetas que ya tenía ubicadas, a por las obras que me interesaban. Llevaba exactamente 57 euros en los bolsillos, preparados para gastarlos en tres libros: “El ruido eterno”, “Cómo ser feliz, si eres músico o tienes uno cerca” y “Quince años en la calle”.
El primero era un ensayo sobre la historia del siglo XX a través de su música, desde la Viena de antes de la Primera Guerra Mundial hasta el París de los años 20; desde la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin al Nueva York de los años 60. Alex Ross, su autor, descubría las conexiones entre los acontecimientos más importantes y los compositores más influyentes, hombres que lucharon contra la indiferencia del gran público y desafiaron a dictadores. Un libro que, según “Time Out New York”, se lee “de forma compulsiva”, en el que se descubre, según “Financial Times”, “las hechizantes sensaciones que provoca la música”.
El segundo libro que me compré era el de Guillermo Dalia: “Cómo ser feliz si eres músico o tienes uno cerca”. Trata sobre los músicos y relación que existe entre ellos y la sociedad, y sobre el fascinante vínculo de amor-odio que surge entre él y su instrumento. Profundiza sobre la vida interior del músico, en las interminables horas de soledad a las que se ha de enfrentar, en sus aspiraciones, fantasmas interiores, y la presión que sufren ante un concierto o sobre las causas de sus esperanzas y sus decepciones. Una obra que enseguida me interesó.
Finalmente, me hice con “15 años en la calle”, de Miguel Fuster, un dibujante de comics que perdió su casa, en un incendio, y, desahuciado y sin trabajo, vivió ese tiempo de locura en la puta calle, adicto a la bebida. Miguel Fuster demuestra que la vida y el mundo de la indigencia pueden convertirse en arte y que éste es la forma de corregir los errores de la vida. Se trata de una narración gráfica de alguien que lo perdió absolutamente todo y fue despreciado por la sociedad. “Lo único que no pudieron quitarme –escribe Fuster– es mi obsesión por ser libre, la vergüenza y el miedo”.
Una vez conseguido mi objetivo, ya no quise seguir en el Retiro, pese a las miles de obras que seguían amontonadas en las mesas de los libreros. Total, no podía hacerlas mías. Y me dirigí de vuelta a casa, picoteando un poco de cada uno de los tres libros que me llevaba como tesoros y, lo confieso, sonoramente, algo decepcionado, por la falta de más mensajes de amor anunciados por la megafonía. Mensajes que bien pudieran repetirse en otros medios y circunstancias, como, por ejemplo, entre disputas políticas. De esta manera se disiparía la capa confusa de recor que a veces raya con el odio.