Alabada por la crítica y rechazada por gran parte del público, la nueva obra de Paul Thomas Anderson se presenta como una película muy personal, construida a base de nostalgia por el Los Ángeles de los años setenta. Y si lo miramos por ese lado, Licorice Pizza funciona bastante bien, pues nos lleva a una ciudad - en concreto a la zona del valle de San Fernando - en un momento muy peculiar de su historia, a principios de los años setenta, puesto que al varapalo que estaba siendo para Estados Unidos la derrota en la guerra de Vietnam se sumaban la decadencia del sistema de estudios de Hollywood y la crisis de la energía, todo ello excelentemente retratado. Donde creo que falla Anderson es en el retrato de sus personajes y la historia de su relación, a través de un metraje sobredimensionado que acaba aburriendo al espectador. No parece haber un hilo conductor en la historia, sino solo pequeñas anécdotas que se van narrando sin que hagan avanzar un argumento que prácticamente se queda en nada. Hay momentos brillantes aquí y allá, como las apariciones de Sean Penn o Bradley Cooper, pero la realidad es que uno acaba cansado hacia la mitad del metraje de unos personajes que no dan mucho más de sí después de sus primeras escenas juntos. Y eso no es culpa de unos magníficos Cooper Hoffman y Alana Haim, sino de la acumulación de anécdotas insustanciales que componen la trama. No es Licorice Pizza mi estilo de película, pero puedo llegar a entender que a muchos les resulte una obra fascinante, pues Thomas Anderson es capaz de conectar con un extenso grupo de incondicionales.
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