por Javier Roza
Dirigir es mucho más que ejercer la autoridad que confiere el cargo, es ganarse el respeto de la organización, estimulando cada día a los empleados desde la confianza y el respeto.
Una empresa se puede dirigir de muchas formas. La más superficial y ególatra es la del dirigente, que no líder. Este perfil se caracteriza por ser autocrático, inseguro, que necesita y usa el poder que su cargo le confiere. La empresa es su predio y tiende a ver a los empleados como seres inferiores, de inteligencia menor cuanto más bajo sea su puesto organizacional y les atribuye –por defecto- malas intenciones, desde la inacción hasta el sabotaje. Esta visión se basa en la idea hobbiana del hombre –homo hominis, lupus-, vigente en la sociedad pre-industrial y aún visible en muchas empresas.
Por supuesto, para seguir existiendo, una empresa debe ser capaz de autogenerar los recursos que le permitan remunerar de forma justa a sus empleados y a los accionistas, además de disponer de un nivel de inversión que mantenga competitiva su actividad.
Los directivos necesitan valor para asumir que tienen a su cargo personas tan inteligentes como ellos, con capacidad para juzgarles de forma certera
Para que todo esto sea posible en el siglo XXI, el de mayor capacitación intelectual de las personas en la historia de la humanidad, ya no podemos aplicar modelos basados en la ignorancia. Hoy, si tratamos a los empleados como seres inferiores, sólo obtendremos como respuesta la desafección y el cinismo. Por el contrario, si tratamos a todos los empleados como seres inteligentes, que saben lo que están haciendo en su puesto de trabajo, y les dotamos de la información necesaria para que sean capaces de tomar las decisiones adecuadas a su nivel, obtendremos, como mínimo, mayor eficiencia organizacional, puesto que la decisión y su acción subsiguiente se podrán tomar al mínimo nivel posible, aumentando la rapidez y adecuación al mercado. También obtendremos mayor entusiasmo y compromiso, basados ambos en el respeto. Uno es fiel a personas, no a entes abstractos.
Esta relación de igual a igual con la empresa se refuerza desde el momento en el que el trabajo se convierte en un eje de nuestra vida, en una actividad que no sólo nos proporciona ingresos, sino que nos realiza personalmente. Pasamos tanto tiempo trabajando que es absolutamente lícito buscar en ese tiempo una vía para aumentar nuestro nivel de felicidad personal. En el modelo de Maslow, nuestra sociedad ya no está en la subsistencia, ya no nos conformamos con comer. Queremos sentir que nuestra vida tiene un sentido, también en el trabajo.
Un dirigente tiene el poder que le confiere el cargo. Un líder obtiene la autoridad que le otorgan las personas que le siguen, por propia voluntad
Si aceptamos estas premisas, como directivos necesitamos algo más que conocimientos económicos para tener éxito. Se necesita valor para asumir que tienes gente a tu cargo que puede ser tan inteligente como tú y te puede juzgar de forma bastante certera. También te obliga a tener claro lo que la empresa quiere. Y transmitirlo con precisión, entusiasmo y transparencia.
Qué decir, entonces, de la responsabilidad que asume el nuevo líder. Ahora sí podemos hablar de líderes, no de dirigentes. Un dirigente tiene el poder que le confiere el cargo. Un líder obtiene la autoridad que le otorgan las personas que le siguen, por propia voluntad. Las empresas ya no tienen recursos humanos. Los humanos ya no son recursos, que se pueden utilizar cómo, cuándo y cuánto se quiera. Ellos hacen funcionar la empresa, si quieren.
La función del líder es cada vez menos determinar la estrategia (el qué) y más estimular el por qué, dar todos los días una razón para ir al trabajo con deseo positivo
La función del líder es cada vez menos determinar la estrategia (el qué). Muchísimo menos aún será determinar el cómo, entendiendo por ello los procesos y sistemas. La función exclusiva del líder, y determinante de su éxito como tal, es estimular el por qué. Es dar a la organización en su conjunto y a sus elementos individuales la razón para levantarse todos los días e ir al trabajo con el deseo positivo de hacerlo bien.
Aplicar este estilo de liderazgo, pero siendo también un amable incomodador, es lo que llamo Dirección por Inspiración, y, en mi opinión, es la que impera en las empresas de éxito de hoy en día.