Ninguna acción de la Bestia Rubia era inofensiva, ninguna. Tampoco lo fue su último suspiro. Aquel 4 de junio de 1942, Reinhard Heydrich cerró los ojos por última vez en el hospital Bulovká, en Praga, asediado por la septicemia que le habían provocado las esquirlas de una bomba incrustadas a fuego en su espalda. Si la proximidad de la muerte sirve a los hombres para generarles un mínimo de compasión, ése no fue el caso de Heydrich. Protector de Bohemia y Moravia por obra y gracia de Himmler, la Bestia Rubia se había ganado pronto y justamente tal apelativo. Demostraba tanta animadversión hacia los checos que ni siquiera en su agonía quiso ser atendido por médicos y enfermeras de una nacionalidad que no fuera la alemana, lo que, irónicamente, aceleró su propia muerte. Había tenido esa actitud desde el momento en que llegó a Bohemia. Para Heydrich, sólo debían salvarse aquellos checos que pudieran ser germanizados por sus características raciales. Quienes no pudieran, deberían ser eliminados; quienes no quisieran, enviados a campos de concentración para aprovechar su trabajo. El nazi perfecto para sus compañeros, el carnicero de Praga para sus víctimas. Ni la vida ni la muerte de Heydrich quedarían impunes.
La operación que acabó con la vida de la Bestia Rubia recibió el nombre de “Operación Antropoide” y se gestó en Inglaterra, país en el que se encontraba exiliado el presidente checoslovaco, Edvard Beneš. Dentro del país, y ante la eliminación progresiva de la Resistencia y la intelectualidad, Heydrich comenzaba ya a contar con apoyos debido a su populismo. Jan Kubiš y Jozef Gabčík, de 29 y 30 años, fueron los bombarderos. Habían llegado a Pilsen meses atrás, y el 27 de mayo asaltaron el flamante Mercedes de Heydrich. No fue tarea difícil: el carnicero de Praga solía viajar sin escolta, algo que el propio Hitler le había reprochado varias veces, y siempre en el asiento de copiloto.
Desde Berlín, Hitler exigió represalias. A Kubiš y Gabčík los acabaron encontrando junto con otros miembros de la Resistencia en la Iglesia praguense de los Santos Cirilo y Metodio, gracias a la delación del traidor Karel Čurda a cambio de 500,000 marcos imperiales y un cómodo destino en la Gestapo. Sin embargo, la muerte de los asesinos de Heydrich y de otros cinco guerrilleros, asediados por centenares de soldados de la Wehrmachy y las SS aquel 16 de junio, no fue suficiente para calmar la sed de venganza. Alguien más debía pagar por la muerte del nazi perfecto.
Lidice era un pequeño pueblecito minero a escasos 20 kilómetros de Praga, que en 1942 contaba con unos 500 habitantes. Hombres, mujeres, niños y ancianos cuyo destino quedaría truncado abruptamente por los clamores de venganza que llegaban desde Berlín. Hitler había ordenado arrasar con cualquier pueblo que se sospechase hubiera colaborado en esconder a los guerrilleros: los hombres serían asesinados, las mujeres, enviadas a campos de concentración y los niños que cumplieran con las características raciales arias ‘germanizados’ y ‘adoptados’ por familias nazis. Finalmente, todas las casas serían quemadas.
En realidad, nada vinculaba a Lidice con los miembros de la Resistencia implicados en el asesinato de Heydrich. Fue la insistencia de Hitler lo que hizo que se buscase hasta la más mínima e inexistente conexión para hallar culpables. En el caso de Lidice, fue una carta de desamor lo que provocó el asedio total de la población.
La escribía Václav Říha y la receptora era su amante, Anna Maruščáková. Václav, bajo el sobrenombre de Milan para no ser descubierto, había seducido a la joven Anna estando ya casado. Una vez, como Anna se relacionaba con familias del pueblo de Lidice, su amante le había pedido que les comentase a la familia de su amigo Josef Horák que éste había conseguido llegar a Inglaterra, donde era miembro del ejército checoslovaco de la resistencia. Nada más. El caso es que, meses después, y decidido a romper con Anna, Václav le había mandado a ésta una carta donde no hacía más que dar vueltas al hecho de que debían separarse para siempre. La mala redacción de Václav, el nerviosismo con el que la redactó y la enorme cantidad de palabras en clave que escribió para no ser pillado en su aventura amorosa hizo que, cuando el jefe de la jovencita incautó la carta, decidiera entregarla a la Gestapo. Maruščáková, torturada e interrogada, comentó la vieja historia de Josef Horák y de su familia en Lidice. Ésa fue la primera punta en el ataúd de centenares de víctimas inocentes.
Conscientes de que estaban atentando contra personas que nada habían hecho, pero presionados hasta límites extraordinarios desde Berlín, a las 10 de la noche del 9 de junio de 1942 los agentes de la Ordnungspolizei liderados por Horst Böhme irrumpieron en el pueblo de Lidice y detuvieron a todos sus habitantes. Su primera acción, siguiendo las fulminantes órdenes del Führer, fue ajusticiar a todos los hombres adultos. Lo hicieron, precisamente, en la finca de la familia Horák. 173 hombres en total, desde los 14 hasta los 84 años, fueron fusilados en grupos de cinco y diez. Las fotos de los cadáveres apilados sobre los campos de un Lídice en llamas podrían pertenecer a una película de terror, pero son absolutamente reales. Como real fue, también, la represión a mujeres y niños. Encarcelados en las escuelas del cercano pueblo de Kladno, en la mañana del 10 de junio olieron quemarse el pueblo en el que siempre habían vivido y apenas dos días después fueron separados.
Las 203 mujeres de Lídice fueron llevadas al campo de concentración de Ravensbrück, incluidas cuatro que estaban embarazadas y que fueron sometidas a aborto en el hospital Bulovká. Apenas si sobrevivieron 140. Los hijos que les habían arrancado de los brazos sufrieron diversos destinos. 83 fueron llevados al gueto de la calle Gneisenau en Łódź. No se requiere ningún cuidado especial para ellos, advirtieron en una nota sus captores a los responsables del gueto, y así se llevó a cabo: ninguno sobrevivió. Fueron gaseados en furgonetas portátiles especialmente habilitadas al efecto. El resto, 23, fueron enviados a germanizar a los centros de las Lebensborn. Sólo 17 volvieron a ver a lo poco que les quedaba de sus familias después de la guerra.
Lo más horrible, después de tantas atrocidades, es casi metafórico: tres de los niños de Lidice recuperados tras la II Guerra Mundial habían olvidado cómo se hablaba en su idioma natal, el checo. Reeducados en centros de germanización, al volver a los brazos de sus madres sólo supieron susurrarles palabras en alemán. La damnatio memoriae había comenzado.
Para saber más:
El pequeño pueblo de Ležáky corrió la misma suerte unas semanas después. Al igual que Lidice, actualmente tiene un memorial de la tragedia para el que lo quiera visitar.
Maureen Myant se inspiró en la tragedia de Lidice para escribir su novela La canción de Jan.Sobre la Operación Antropoide, Laurent Binet ha publicado el excelente HHhH.
El año pasado se estrenó una película sobre la tragedia, Lidice. Está disponible en Youtube íntegramente… aunque en su versión original (checo)