Revista Viajes
Continuamos con la visita por Lifou. Queríamos ir a otros lugares de la isla, y para ello había una estación de autobuses, tal como nos indicaba el letrero, pero en esta isla las cosas fluyen con otra velocidad y otros tiempos, más ralentizados como la propia vida, y esperar a que llegara una furgoneta era perder el tiempo. Así que, a pesar del calor reinante a medio día, preferimos ir caminado por la carretera en busca de otra de las poblaciones. Porque otra de las opciones eran alquilar un par de bicicletas, pero por el precio que pedían por una hora de alquiler más valía comprarse una. No se si te cobraban esas barbaridades debido a la solera que tenían las susodichas bicicletas, unas auténticas antiguallas oxidadas.
Y es que en esta isla a todas las cosas se les procura buscar una segunda utilidad. Es el caso de este viejo Renault 21 familiar, cuando su oxidada carrocería y vetusto motor dijo basta, ha acabado sus días como cobertizo de oportunidad para guardar trastos. Y es que en el paraíso aún no existen los desguaces.
Esta es la única carretera asfaltada de la isla, por la sólo cabe un coche, y que casi la circunvala por completo llegando a las principales aldeas de la misma hasta alcanzar la Bahía de Chateaubriand. Y tampoco es que se necesite vías más amplias porque a penas hay coches circulando por ellas. A pesar de la agresividad de los rayos solares y del sofocante calor que hacía en el interior cuando te alejabas de la refrescante brisa marina, fuimos caminando por la carretera hasta llegar a la aldea de Chépénéhé.
Por un lado llama poderosamente la atención las casas de construcción tradicional, al estilo de los pueblos canacos del Pacífico, y por otro ver un Peugeot 206 aparcado bajo unas tejavanas en el jardín. El contraste entre la tradición y la modernidad (relativa porque ya tenía unos cuantos años el vehículo).
La iglesia de Easo fue construida en el año 1898 en estilo colonial. La religión católica fue introducida por los misioneros franceses a mediados del siglo XIX, y ellos mismos se encargaron también de abrir escuelas en diferentes partes de la Isla de Lifou.
Un interior luminoso con las bóvedas pintadas en un alegre color celeste y tallas en madera típicas de las islas del Pacífico Sur, tal como ya tuvimos la ocasión de contemplar en Nueva Caledonia. Una típica construcción colonial propia del siglo XIX y principios de siglo XX.
Tanto el altar como las cruces talladas en madera mezclan signos cristianos con símbolos propios de las culturas del Pacífico. Como ya he dicho es una constante en los distintos países del Pacífico que han conseguido fusionar dentro de sus cultura sus antiguas creencias junto a la religión traída por los misioneros europeos.
En una parcela en el lateral de la Iglesia de Easo se situaba el cementerio de la comunidad local. Todas las tumbas estaban decoradas con alegres flores de colores y en algunas de ellas pudimos observar como algunos pareos y otros objetos personales estaban colocados sobre la tumba del finado a modo, suponemos, de homenaje.
Por un camino de tierra se llegaba hasta el borde un acantilado, donde se podía acceder con suma precaución para no despeñarse por él. Pero la verdad es que mereció la pena de largo porque las vistas panorámicas de las que pudimos disfrutar de la extensa Bahía de Santal, o de Xépénéhé como también es conocida, valió cualquier temor pasado a resbalar. Desde las alturas los colores parecían cobrar más protagonismo aún, y el Oosterdam lucía una bella estampa fondeado en la Bahía de Santal.
Sus increíbles aguas de color azul turquesa, y que la cámara de fotos apenas es capaz de reproducir, son la imagen más cercana al paraíso que todos tenemos en nuestras mentes. Pudimos pasar largo rato sentados en en el borde del acantilado, empapándonos de cada detalle del paisaje, de cada matiz de color dentro de la amplia gama de azules y verdes que la pequeña Isla de Lifou nos estaba regalando a nuestros sentidos.
Regresamos de nuevo a la carretera e iniciamos el camino de regreso a Easo. Queríamos volver a perdernos entre las rocas y disfrutar de un nuevo baño en las cálidas aguas de Lifou. Pero en una de las paradas que hicimos delante de la parcela de una casa nos salíó al paso un niño pequeño, rubio y apretando los dientes en tono amenazante, mientras emitía gruñidos con no se muy bien que intención, cual si fuera un perro guardián celoso de su propiedad. Después de unos minutos de desconfianza, parece que se calmó cuando le enseñé en la pantalla de la cámara de fotos las fotografías que le había sacado. Tampoco es que demostrara demasiado interés por las imágenes en las que aparecía, pero al menos parece que si creó un clima de confianza. Y tal es así que una vez que iniciamos de nuevo nuestro camino por la carretera, nos estuvo acompañando junto a un par de pulgosos perros sin decir ni emitir palabra alguna, hasta que al final se cansó y regresó de nuevo a su casa. Aunque si que nos enseñó que algunos frutos que crecían en los árboles de los alrededores, cuya vaina se parecía a algo similar a la vainilla, sus semillas del interior eran perfectamente comestibles, si tu estatura te permitía alcanzarlas, claro está. Le acerqué alguna rama a sus altura para que pudiera recolectar las vainas y ese gesto fue definitivo para afianzar el clima de confianza mutua.
Y estas son las vainas tan codiciadas por el niño
El tiempo se nos fue escapando, y había llegado el momento de embarcar de nuevo en el Oosterdam. Unas últimas fotografías al muelle de embarque y directos a embarcar en el tender que nos esperaba amarrado al final del mismo.
Lo de esta mujer me resultó de lo más curioso. Cuando viajamos a lugares lejanos del planeta, donde viven otras razas y otras culturas tan diferentes a la nuestra, siempre procuro captar con mi cámara las fotografías de esos rostros tan diferentes, de esas miradas profundas y a veces perdidas, es parte de la esencia de un viaje por esas latitudes, y a veces lo consigo y otras no tanto. Pero supongo que para ella nosotros (entendiendo como nosotros los occidentales que componían el pasaje del Oosterdam) también les debemos de resultar exóticos e interesantes para retratarnos con una cámara fotográfica. Y a eso se dedicaba discretamente desde una esquina del muelle, a sacarnos fotografías con su cámara de fotos. Nunca me había percatado de tal circunstancia hasta ese día.
En la Isla de Lifou esta es la embarcación del práctico del puerto...una neumática.
Embarcamos en el último tender, con pena por tener que abandonar la maravillosa Isla de Lifou, pero muy satisfechos por haber tenido el privilegio de conocerla un poco. Un rincón del paraíso de difícil acceso y muy complicado y caro de llegar hasta él, pero que estoy seguro que a nadie defraudará ni se lamentará por todos los esfuerzos necesarios para llegar a esta isla del Archipiélago de las Lealtad.
El retraso en la salida del Oosterdam debido a la evacuación de un pasajero por una urgencia médica, nos regaló una hora más de disfrute de un bello atardecer que nadie parecía querer perderse. La preciosa Bahía de Santal, con sus más de cincuenta kilómetros de longitud, lucía imponente y espectacular e iba a servir de un marco incomparable para una de las primeras actividades diferentes del crucero. A esas horas la tripulación del Oosterdam estaba ultimando una gran barbacoa al aire libre en la cubierta de piscinas de popa, con varios cochinillos asados y toda clase de carnes a la brasa y ensaladas. Y para que no hubiera problemas de espacio montaron un gran número de mesas extras para todo el que quisiera disfrutar de una cena, primero a la luz del atardecer, y más tarde bajo el cielo estrellado del Pacífico Sur.
La capilla de Notre Dame de Lourdes aparecía solitaria en el anaranjado atardecer del Pacífico